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  • Los ojos desencadenados – Finalista
  • Dory Gé – Finalista

Nabucco, por Mercedes García Esteo

«En este día de venganza,

¿quién osa hablar de amor»

Fenena, escena IV, parte I

Acto I – Jerusalén

Así habló el Señor: «Entregaré esta ciudad al rey de Babilonia y él la reducirá a cenizas». Jeremías, 32

Los oficiales se relajan. Aprecio un destello en la mirada azul del que me ha ordenado tocar un fragmento de Verdi. Detienen su charla y siento cómo miran. No es a mí, que soy basura, es al violín, a las notas que consigo extraer de este instrumento, que no es sino la extensión de mi brazo. Cuando el último sonido queda suspendido en el aire, bajo la mirada hacia las botas del oficial SS que tengo frente a mí, perfectas y arrogantes. Alguien introduce unos cigarros en mi bolsillo y me ordena salir. Por hoy he terminado.

     Me reciben los cuerpos apagados y malolientes de mis compañeros de bloque. Todos descansan. Siento que no me quedan fuerzas para avergonzarme de los privilegios que me mantienen vivo y contemplo sorprendido mi silueta reflejada en el cristal oscuro de la ventana, y tras él, los acusadores destellos de los reflectores de las torres de vigilancia. Me pareció recordar que un día no muy lejano miraba hacia el cielo estrellado de mi ciudad. Las estrellas eran tan luminosas como la acosadora luz de los reflectores. Por un instante me envuelvo en nostalgia. Mientras caminaba hacia mi barracón no me he percatado de si había luna o estrellas. ¿Qué importa? Es de noche y estoy vivo.

     El jergón aún huele a desinfectante. Así debe oler la muerte si es cierto lo que cuentan. Me asalta de repente la vivencia de hace una semana. Aparecieron decenas de pelotones cuando yo tocaba con mis compañeros al compás de los que desfilaban. En unos minutos el suelo del lager se cubrió con miles de hombres. Pasaron entonces varios camiones repletos de mujeres desnudas que gritaban pidiendo ayuda, alzando los brazos. Ningún solo hombre se movió. Ninguno hicimos el más mínimo ademán de socorrerlas. Desde entonces, por las noches, se me aparecen todos aquellos brazos blancos agitándose y todas aquellas bocas. Intento adivinar el rostro de las mujeres, pero no puedo. Es como si no tuvieran ojos ni nariz, tan solo boca para gritar. Pensaría que es una pesadilla si durmiera, pero estoy despierto.

     Aquí todo es doloroso, incluso el recuerdo, y sé que no podré arrancarme estos malditos pensamientos. Los iré acumulando. Uno se posará sobre el anterior, día tras día, a cuál más terrible, hasta que mi cuerpo también se pose sobre otro cuerpo en un montón de cuerpos apilados… y todo habrá terminado. O quizá algún día pierda las fuerzas y deje de tocar. No hay más que ver la cantidad de autómatas que pueblan el lager, hombres que tan solo tienen unos miles de números más que el mío, hombres que tan solo llegaron varias semanas antes que yo. Me concentro entonces en la  Hatikva y entono «mientras en lo profundo del corazón palpite un alma judía … no se habrá perdido la esperanza de ser un pueblo libre en nuestra tierra: la tierra de Sion y Jerusalén». De pronto, una tos ahogada rompe el silencio y las notas resbalan de mi pensamiento y caen hechas añicos.

     Mañana, cuando los trabajadores inicien la jornada, tocaré con mis compañeros las horribles marchas. Siento fuego en mis entrañas. ¿Dónde están los hombres que han de venir a salvarnos?

Acto II – El impío

«He aquí que la ira del Señor se ha desatado y caerá sobre la cabeza de los impíos». Jeremías, 30

El SS se recuesta sobre la cama. Ha sido un día agotador. Está harto de permanecer en aquel horrible lager alejado de los suyos. Mientras se va desabrochando torpemente la chaqueta con la mano izquierda, abre impaciente el libro que hay sobre la mesita y busca la foto, la necesita. Sus ojos absorben los rostros sonrientes de su querida Inge y su preciosa hijita. Ambas posan en el jardín familiar, en el ambiente sosegado de su querida Baviera. Le preocupa no volver a revivir aquella tranquilidad. 

     Con sus dedos acaricia despacio el cuerpecillo de la niña. En cinco días será su cumpleaños y no estará con ella para abrazarla. Enciende un cigarro y cierra los ojos. Está cansado. Al abrirlos, visualiza por un momento a la niña judía que da vueltas sobre la grava, cada vez más deprisa, gesticulando, aullando. Había caído del último vagón que llegó del transporte Sosnowiec-Będzin. Dispararon una ráfaga de ametralladora para que sus ocupantes dejaran de gritar y la niña se asomó demasiado por el ventanuco del vagón y cayó al suelo. Debió de volverse loca por la falta de aire o por la sed, porque no paraba de chillar y de dar vueltas. Otro oficial actuó rápido. Era desquiciante verla girar y girar sobre sí misma. Le dio una patada en la espalda y ya, sobre el suelo, le disparó varias veces hasta que dejó de moverse.

     Y ahora sigue viendo las piernas pataleando mientras recuerda los gritos de toda aquella masa anónima: Wasser! Luft! Todavía escucha el chillido agudo de la niña que queda tendida en la grava, con los brazos extendidos, como si abrazando el suelo abrazara al mundo entero. Su cuerpecillo se parece al de su hija. El oficial sacude la cabeza desprendiéndose de la inoportuna visión y en ese instante revive el olor dulzón y húmedo de los cuerpos apilados en el vagón. Se acaricia con parsimonia el rubio cabello. Debe concentrarse en las notas de Verdi que acaba de escuchar. Le recuerdan a su padre.

     Abre la ventana y contempla la magnífica noche plagada de estrellas. Nunca antes se había sentido tan solo. Enciende otro cigarrillo. Le gustaría estar en el frente para luchar contra el enemigo, pero la endemoniada muchedumbre no deja de llegar. Es como una serpiente gigante que sigue reproduciéndose aunque la trocees una y otra vez.  Todos los días aparecen nuevos vagones y vuelta a empezar… Rememora las notas de Verdi mientras siente cómo ama a su país, cómo admira al führer. Cierra los ojos atrapado por la música, hasta que el ladrido de un perro lo devuelve a la realidad. Mañana ese mismo perro lo acompañará para amedrentar a los condenados judíos, a los mismos que le impiden estar junto a su familia y lo retienen preso en aquel inhóspito lugar alejado de su patria.

Acto III – La profecía

«Las fieras del desierto tendrán en Babilonia su guarida; también los lobos y lechuzas habitarán allí». Jeremías, 60

La marcha hacia la muerte ha comenzado. Todas las mujeres avanzan desnudas como si caminasen hacia la vida. Unas miran con miedo a los oficiales alineados, otras con un atisbo de súplica, aunque también hay quién los mira con desprecio.

     Es entonces cuando los ojos del oficial se posan sobre una niña pequeña, rubia, con hermosas trenzas de oro descansando delicadamente sobre la espalda. Tras ella, su madre se detiene y se encara con él y con los demás oficiales, hablándoles como nadie antes se ha atrevido a hacerlo: «Asesinos, bandidos, criminales. Ahora estáis asesinando a mujeres y niños, pero tened cuidado, porque llegará el día en que los rusos, victoriosos, se vengarán en nuestro nombre ¡El mundo entero se vengará de nuestra sangre inocente!»

     Los oficiales permanecen petrificados, sin capacidad de reacción, mientras la mujer, tras escupirles, corre con su hija hacia el bunker y desaparece para siempre.

Junto al Éufrates, los israelitas trabajan como esclavos mientras esperan la muerte. Es el momento en que el coro «Va, pensiero, sull´ali dorate» entra en acción. Zacarías conforma a su pueblo y trata de que haga algo crucial: creer en su futuro.

 Acto IV – El ídolo roto

«Baal está confuso: sus ídolos han caído en pedazos». Jeremías, 48

¡Vuela,  pensamiento, con alas doradas,…

Hoy es 27 de enero, el día de mi liberación. Ha nevado. Los soldados rusos han llegado con sus uniformes blancos de camuflaje. Siento que tengo alas doradas y que puedo volar, aunque me falten las fuerzas. ¡El cielo parece más grande!

… pósate en las praderas y en las cimas…

     Cuando pueda caminar subiré a la montaña, tenderé una mano a los que vengan conmigo y me recostaré sobre el verde prado, escuchando el canto de los pájaros.

…donde exhala su suave fragancia el aire dulce de la tierra natal!…

 ¿A dónde puedo ir si no me espera nadie? Volveré a mi hogar y levantaré la cabeza con orgullo, como hicieron los antiguos esclavos.

…y que te inspire el Señor una melodía que nos infunda valor en nuestro padecimiento.

     Observo algo que sobresale en el suelo. Al inclinarme compruebo que es una esvástica. Cubro de arena para siempre aquel horrible símbolo del poder caído. Nada me detiene en el campo. Abandono Auschwitz avanzando con el himno en los labios, sin mirar hacia atrás.