Aunque algo efímera y contando apenas con un siglo de existencia –buena parte del cual marcado por las luchas intestinas–, la etapa del califato del al-Ándalus omeya representa un período de la historia medieval caracterizado por un claro florecimiento social y cultural, fruto de la centralización del poder omeya, que venía acompañado de un complejo aparato administrativo con cientos de funcionarios. Reflejo de ello es todo el boato exhibido por las élites en múltiples facetas, fundamentalmente relacionadas con Córdoba o la ciudad palatina de Madînat al-Zahrâ’ y todo aquello que surgía de allí, desde las producciones artesanas hasta las influencias artísticas. Pero en el al-Ándalus omeya no solo floreció la cultura material, sino que también lo hizo la poesía, el pensamiento y la ciencia, y en sus manos una sociedad muy diversa en la que convivieron gentes de procedencia autóctona con otras de origen árabe, bereber o judío. Con la fitna, la guerra civil, el espejismo del califato, como aquél del prodigioso estanque de Medina Azahara, se quebró en mil pedazos, hasta que a partir del siglo XVIII el romanticismo europeo lo descubra y recree, con más imaginación que acierto. Esa proyección mistificada de un irreal paraíso perdido sigue hechizando, a veces perversamente, y distorsiona la justa valoración de un periodo que tuvo, como todos, sus luces y sus sombras. Afortunadamente, hoy podemos reconstruir con cierto rigor muchos aspectos de la vida de los habitantes del al-Ándalus omeya, y seguro que el futuro, insha’Allâh, aún nos deparará muchos descubrimientos que permitan seguir avanzando en su conocimiento.
El califato omeya de Córdoba por Eduardo Manzano (CSIC)
El califato de Córdoba fue la formación política más poderosa que existió en la península ibérica desde el fin del Imperio romano. Ni los emires omeyas que le habían precedido, ni, por supuesto, los anteriores monarcas visigodos habían logrado en los siglos previos implantar un control territorial tan estrecho, ni levantar un aparato administrativo tan complejo como el que sustentó el poder de los califas cordobeses. Lo más llamativo, sin embargo, es que este impresionante edificio político apenas pudo mantenerse durante un período de tiempo relativamente corto: desde que ‘Abd al-Raḥmân III se proclamó califa en el año 929 hasta que un lejano descendiente suyo fue definitivamente expulsado de Córdoba en 1031, transcurrió poco más de un siglo.
La sociedad andalusí de la época del califato por Christine Mazzoli (Université de Nantes)
Desde hace dos décadas, las aportaciones de la arqueología y la relectura crítica de documentos textuales han hecho cambiar el paradigma de los estudios de la sociedad del al-Ándalus omeya. El historiador, que a lo largo de los años 1970 se había esforzado en interpretar en términos de estructuras y jerarquías el funcionamiento de una sociedad caracterizada por la diversidad de sus grupos sociales (árabes, bereberes, autóctonos, musulmanes, judíos, cristianos), se ocupa hoy de comprender los procesos que condujeron a la formación de la sociedad del califato y a analizar el discurso de los cronistas, que son quienes vehiculan la representación de una sociedad homogénea y orientalizada bajo la égida del califato. Si bien el orden social del califato es el de una sociedad cada vez más orientalizada, la palabra clave para definirla es la alteridad; el reconocimiento del otro sobre la base de una norma en la que las prácticas lingüísticas y la alteridad étnica construida por la ideología califal, marcan la línea de fractura fundamental que separaba a la élite de la plebe.
La religión en el al-Ándalus omeya: corrientes intelectuales, creencias y prácticas por Maribel Fierro (Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo / CCHS-CSIC)
Los ulemas andalusíes eran conscientes de la necesidad de viajar a las tierras centrales del islam, no solo la península Arábiga, sino también Siria e Irak, a pesar de la reticencia a visitar Bagdad, sede del califato de los enemigos de los omeyas, los abasíes. Pero era allí donde los andalusíes podían aprender las ciencias religiosas islámicas tales como la exégesis del Corán, la tradición del Profeta, la teología y el derecho islámico, también la gramática, pues un buen conocimiento del árabe era imprescindible para el correcto entendimiento de las fuentes de la revelación. La convergencia en esos mismos lugares de viajeros procedentes de todas las regiones del mundo islámico garantizaba además la unidad religiosa. En efecto, sin la poderosa fuerza centrípeta activada por la peregrinación y por el viaje de estudios de los ulemas, la religión islámica hubiese podido verse fragmentada bajo la presión inevitable de las dinámicas locales en un siglo –el IV de la hégira, X de la era cristiana– caracterizado por el incremento en la curva de conversión al islam de las poblaciones conquistadas. Esos conversos entraban en la nueva religión cargados con las creencias, prácticas, expectativas y emociones del contexto religioso del que procedían, y era por ello preciso controlar y limitar los efectos que ello podía tener.
La Córdoba del califato. Una megalópolis en al-Ándalus por Alberto León Muñoz (Universidad de Córdoba)
A lo largo del siglo X coincidieron en el Mediterráneo tres califatos islámicos que se disputaban la legitimidad religiosa, la dirección espiritual de la umma (la comunidad musulmana) y el control político y económico de sus respectivos territorios. Cada uno de ellos implantó su capital en una ciudad que acabaría por convertirse en una gran megalópolis donde se intentaba reflejar la autoridad del orden político reinante. El califato abasí, instituido desde el 750 en el territorio del actual Iraq, se estableció en Bagdad, una ciudad fundada por el califa al-Mansur apenas una década después. En el norte del África, el califato fatimí, instaurado a principios del siglo X en Ifriqiya (actual Túnez), tras varios intentos más o menos esporádicos (Mahdiya y Sabra Almansuriyya), instaló definitivamente su capital en el territorio conquistado en Egipto, donde en 969 se fundó al-Qâhira (actual El Cairo), al norte de otros centros urbanos previos (Fusṭâṭ, y al-Qaṭâ’i’). En al-Ándalus, la consolidación del Estado omeya después de un siglo de conflictos internos se tradujo en la autoproclamación de Abd al-Rahmân III como califa en el año 929. La actuación inmediata, con la que se manifestaba al mundo como un auténtico califa, fue la fundación de una nueva ciudad palatina, Madînat al-Zahrâ’, destinada a convertirse en la flamante capital estatal. Sin embargo, la antigua Madînat Qurtuba, asentada sobre un enclave de origen romano, con un prestigioso y dilatado bagaje histórico, siguió manteniendo una cierta supremacía ideológica, por su condición de capital del territorio andalusí desde el año 717 y, en especial, como sede del poder omeya entre los años 756 y 1031.
Medina Azahara. El palacio califal y la corte por Xavier Ballestín (Universitat de Barcelona)
Madînat al-Zahrâ cumplía perfectamente su cometido de ciudad palacial, que había de ser al mismo tiempo sede del poder y residencia privada de su titular, el califa, y ambas dimensiones se implementaron de forma armónica y estructurada. En una fecha tan temprana como el 947 ya han sido trasladadas a al-Zahrâ todas las agencias y departamentos asociados al día a día de la administración, gobierno y fiscalidad, que se hallaban radicados en el palacio emiral de Córdoba, correspondiente al actual palacio arzobispal, adyacente al lado occidental de la gran mezquita. Los registros epistolares, los documentos oficiales, los archivos y, por encima de todo, la ceca, habían recibido su lugar específico en al-Zahrâ, aunque el estado de la investigación no permita asignar con exactitud en qué lugar se encontraban. Con ellos también se instalan en el palacio los servidores, los secretarios (kuttab), y los ministros (visires, wuzara’) encargados de la gestión cotidiana de la administración y del poder del califato. Acompaña a este artículo una ilustración de José Luis García Morán reconstruyendo la embajada de los Banu Hazar a Madînat al-Zahrâ’ en presencia del califa y los representantes más relevantes del Estado, en mitad de un marco tan impresionante como es el salón rico de la ciudad palatina cordobesa.
La ciencia en el califato por Emilia Calvo (Universitat de Barcelona)
La principal característica de la actividad científica desarrollada durante el califato de Córdoba fue el intento, llevado a cabo tanto por los califas como por algunos miembros de las élites gobernantes, de reunir la mayor cantidad de información, independientemente de su procedencia, con el propósito de generar un saber ilustrado en un intento de emular la política científica de Bagdad, la gran metrópoli del momento. Esta política permitió a la ciencia en el al-Ándalus omeya realizar a lo largo del siglo X algunos avances notables en el conocimiento, tanto en el ámbito de las ciencias exactas, las matemáticas, la astronomía, como en las ciencias naturales, la medicina, la botánica o la farmacología. Esta madurez científica propiciaría que los dos siglos siguientes hayan sido considerados respectivamente como el siglo de oro de las ciencias exactas, el siglo XI, y el de la filosofía, el siglo XII.
Arquitectura religiosa y artes decorativas por Bernabé Cabañero Subiza (Universidad de Zaragoza)
El primer monumento de prestigio del arte musulmán en la península ibérica fue la mezquita aljama de Córdoba, erigida a instancias del emir ‘Abd al-Rahmân I al-Dâhil, “el Inmigrado”, entre los años 786 y 788. Esta Mezquita del Viernes era una sala de oración con once naves perpendiculares a la quibla (muro de una mezquita dispuesto hacia La Meca), que carecía de transepto y de cúpula en el tramo previo al mihrab y, por tanto, seguía el esquema espacial de la primera al-Masyid al-Aqsâ en Jerusalén (en castellano: “la Mezquita Lejana”, respecto al santuario de Abraham en La Meca, conocido como la Ka‘ba). Acompaña al artículo una planta por fases de la mezquita aljama de Córdoba, en la que se observan las distintas reformas realizadas en época omeya.
Y además, introduciendo el n.º 23: Saltando las barreras del tiempo. El arte de los mayas por Sanja Savkic (Kunsthistorisches Institut Florenz; Max Planck Institute)
Sin lugar a dudas, los mayas del período clásico (ca. 250-900) nos dejaron algunos de los testimonios arqueológicos más ostentosos de imágenes, textos jeroglíficos y notaciones calendáricas. Estos testimonios, perdurables y en gran parte inteligibles, se encuentran virtualmente por todos lados, labrados y pintados en gran variedad de soportes materiales y a distintas escalas –desde edificios imponentes hasta finísimos huesos–. La maestría técnica e intelectual que podemos apreciar en toda esa suerte de objetos que han sobrevivido a las inclemencias del clima tropical y a las intervenciones humanas, junto a los tipos específicos de prácticas estéticas e información que conllevan, son las razones principales de que los mayas siguen causando gran admiración y asombro. Aunque la historia de esta civilización fue muy larga, las manifestaciones visuales y las inscripciones jeroglíficas provenientes de las tierras bajas centrales del intervalo ca. 600-900 son precisamente aquellas que el mundo reconoce como “típicamente mayas”.