En 1917 se narran las peripecias de dos cabos, Schofield y Blake (George MacKay y Dean-Charles Chapman), enviados por el general Erinmore (Colin Firth) para detener el ataque previsto por el coronel MacKenzie (Benedict Cumberwatch), quien está a punto de caer en una trampa pues desconoce que se enfrenta a una posición sumamente fortificada. Para añadir dramatismo a la situación, nuestros protagonistas disponen de muy poco tiempo, deben llegar antes del alba del día siguiente para evitar la catástrofe y, además, uno de los oficiales del batallón de Devonshire, el que va a llevar a cabo el ataque, es el hermano del cabo Blake, con lo que ambos protagonistas inician una carrera contrarreloj no solo para salvar a unos impersonales mil seiscientos soldados, sino también a un hombre concreto, el teniente Blake (Richard Madden).

Este punto de partida, aparentemente tan simple, se engarza en un contexto histórico mucho más complejo, los primeros meses del año que da nombre a la cinta. Tras haber sido derrotados en Verdún (véase Desperta Ferro Contemporánea n.º 13: Verdún 1916), los alemanes se encontraban francamente a la defensiva, aunque fuera a ser por pocos meses pues la caída del Imperio ruso a causa de sus propias crisis internas (véase Desperta Ferro Contemporánea n.º 24: Rusia 1917. Revolución y guerra) estaba a punto de dar un cambio radical a la situación. Entretanto, la estrategia que habían elegido para el frente occidental era fortificarse y aguantar y, para ello, el ejército del káiser había decidido ceder terreno y retirarse a la Siegfriedstellung (llamada línea Hindemburg por los británicos), una nueva posición defensiva –precisamente la que pretende atacar el coronel MacKenzie de la historia– construida con las últimas innovaciones técnicas. Con ello los alemanes esperaban acortar el frente y reducir el número de tropas necesarias en primera línea. La maniobra se llevó a cabo a mediados de marzo de 1917, fecha en la que transcurren los acontecimientos narrados, dejando una amplia tierra de nadie entre el frente aliado y las nuevas posiciones alemanas, un territorio que, en la ficción, se convierte en la zona de actuación de los protagonistas de la película.

Fotograma de la cinta 1917, de Sam Mendes.

Una misión urgente para evitar un desastre, suena a aquellas películas bélicas de Hollywood de los años cincuenta y sesenta; sin embargo, resulta difícil incluir esta película en dicha categoría. Como sucediera en su momento con Dunkerque (C. Nolan, 2017), 1917 es una película que puede defraudar a los amantes del cine bélico de acción pura y que tal vez podríamos atrevernos a incluir en la categoría de road movie, pues lo que nos narra la cinta es una versión de la Odisea, salvo que en esta ocasión los viajeros van a pie y el escenario no son las oscuras aguas del Mediterráneo, sino la impredecible tierra de nadie de la Primera Guerra Mundial. En todo caso, el espectador que lo desee encontrará mucho más que una “peli de acción”, encontrará un magnífico espectáculo de personajes, luces y acontecimientos.

Todo empieza con dos hombres tumbados junto a unos árboles en un prado verde. Entonces la cámara se eleva ligeramente y, seguida por los protagonistas, se introduce en lo más profundo de la guerra. El camino se hunde lentamente en la tierra y pronto aparecen las paredes de la trinchera, los soldados que circulan por ella, el barro, las armas, un puesto de mando subterráneo y los primeros, tétricos, frutos de los bombardeos. Sin embargo, lo que para el espectador supone un espectáculo sobrecogedor y mientras uno se agarra a la butaca intentando fijarse en cada detalle, los dos soldados charlan tranquilamente sobre sus cosas. El contrapunto no puede ser más brutal, para ellos, todo lo que estamos viendo es un espectáculo diario contra el que ya se han acorazado.

1917 Sam Mendes Primera Guerra Mundial

Fotograma de la cinta 1917, de Sam Mendes.

A partir de aquí, el viaje nos somete a un bombardeo de sensaciones. El opresivo hedor de la tierra machacada, los cadáveres en descomposición, las heridas supurantes y el agua estancada llevan a los protagonistas, siempre manteniendo la cordura con conversaciones banales, a las oscuras profundidades de un refugio, a una trampa explosiva o a un huerto de cerezos cuyos árboles, aún cubiertos de flotes, han sido talados. Reverdecerán, indica esperanzado uno de los ellos. Una granja abandonada es el pivote que marca un cambio radical en la película. El mundo vacío de los dos protagonistas empieza a llenarse con otras piezas: un piloto abatido, los hombres del capitán Smith (Mark Strong), cuya aparición resulta providencial, e incluso los alemanes acaban haciendo acto de presencia… en Écoust. Écoust en Ménin existe, está al sur de Arrás y quedó justo detrás del nuevo frente británico cuando estos avanzaron hasta la línea Hindemburg, y Croisilles también, puede que incluso hubiera un bosque cerca, ya no. Lo que no hay es un canal, y menos un río de aguas bravas como el que rescata al personaje en Écoust, el pueblo fantasma, digno de una película de zombis y escenario de una algunas de las escenas más sobrecogedoras de la película.

Mezclando belleza y horror, 1917 llega a su fin, no sin ofrecernos un espectacular asalto a la bayoneta. En el fondo, todo sucede como tiene que suceder y, después de tanto sufrimiento, nos encontramos con que el coronel MacKenzie no es quien nos habían vendido, y en sus afirmaciones hay una sabiduría que, en cierto modo, desmerece toda la gloria a la que hayan podido aspirar los protagonistas de la película. ¿Para qué? Al final podemos ver al cabo Schofield recostándose contra un árbol, en la cara tiene una expresión que, personalmente, me recuerda a algunos personajes de Hugo Pratt, esos que han visto demasiado y que han pasado más allá, que contemplan con ojos burlones sabiendo que lo que hoy es importante mañana tal vez ya no, y que se anclan a un recuerdo para no ser zarandeados por los acontecimientos.

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