muerte de los Románov familia del zar Nicolás II

Retrato oficial de la familia Románov (ca. 1914). En el centro aparece el zar Nicolás II, acompañado a su derecha por la zarina Alejandra Fiódorovna Románova. A su izquierda su hija más joven, Anastasia Nikoláyevna Románova y a sus pies el zarevich Alexei Nikoláyevich. En la zona superior de la fotografía, apoyadas sobre el asiento de sus padres, se encuentran, de izquierda a derecha, las grandes duquesas: la primogénita Olga Nikoláyevna, Tatiana Nikoláyevna y, finalmente, María Nikoláyevna. Tras la Revolución de Febrero, ante la falta de apoyos en la Duma y las presiones directas e indirectas de la cúpula militar y política orquestadas por el político Mijaíl Rodzianko –y a las que se sumaron finalmente Mijaíl Alexéyev, jefe de la Stavka, y el gran duque Nicolás, tío del zar–,  Nicolás II abdicó el 2 de marzo de 1917 –de acuerdo al calendario juliano– en su hermano, el gran duque Mijaíl. Sin embargo, este no aceptaría la corona y la dinastía de los Románov dejaría el camino abierto a una república de facto. La familia imperial fue trasladada al palacio de Tsárskoye Seló, situado cerca de San Petersburgo. Descartada finalmente la posibilidad del exilio, en agosto de 1917 el primer ministro del Gobierno Provisional, Alexander Kérenski, trasladó al zar y su familia a la ciudad siberiana de Tobolsk. Cuando en octubre de 1917 el gobierno de Kérenski cayó, las condiciones de vida de los Románov se endurecieron. El 30 de abril de 1918 el zar y la zarina llegaron a la cdasa Ipátiev, donde posteriormente, el 23 de mayo llegarían sus hijos, que habían sido trasladados por separado. Allí los Románov encontrarían la muerte.

Los treinta y tres funcionarios comunistas reunidos en torno a la mesa apenas se inmutaron y Sverdlov entonces conminó a sus camaradas a ratificar aquella decisión de los comunistas locales. Se produjo un silencio.

Lenin dejó por un momento una nota que estaba escribiendo para el comisario de Asuntos Exteriores, Gueorgui Chicherin, y exclamó “¿alguna pregunta para el camarada Sverdlov?”. Solo se pronunció un apparatchik, cuyo nombre no aparece reflejado en las minutas, que preguntó “¿y la familia ha sido eliminada?”. Sin embargo, ninguna respuesta quedó registrada.

Lenin se detuvo un momento, recorrió la mesa con su mirada y preguntó “¿qué solución debemos adoptar?”, pero se trataba de una discusión innecesaria; ratificaron la acción de los camaradas en Ekaterimburgo. Las escuetas minutas registran que “el informe del camarada Sverdlov ha sido recibido y se ha tomado nota”. Luego procedieron con el resto de la orden del día que tenía veinte puntos, entre ellos, la reorganización de la Cruz Roja, un borrador de decreto sobre cobertura sanitaria y un informe sobre la recopilación de estadísticas gubernamentales. Lenin observó a los presentes de nuevo y dijo: “Debemos proceder ahora con la lectura del borrador de decreto del Comisariado para la Sanidad, artículo por artículo”.

Izvestia, el periódico oficial del Gobierno, informó al día siguiente de que “el antiguo emperador Románov había sido ejecutado […] la mujer e hijos de Nicolás Románov han sido enviados a un lugar seguro”. Esta fue una de las primeras grandes mentiras con las que el régimen soviético tendría que lidiar durante los setenta años siguientes, e incluso algunos comisarios le dieron crédito durante varios días. El más famoso de los dirigentes comunistas, León Trotski, no regresó a Moscú hasta una semana después de la reunión y recogió en su diario la conversación que mantuvo con Sverdlov a su llegada a la capital. De acuerdo a lo allí escrito, este le comentó la ejecución del zar “casi de pasada”.

–¿Y dónde está la familia? ¿Corrió la misma suerte? ¿Toda ella?

–Sí, toda ella –replicó Sverdlov–.

–¿Por qué? ¿Quién lo decidió?

–Tomamos la decisión aquí. Ilich [Lenin] consideró que no debíamos dejar [al enemigo] una bandera en torno a la que unirse, en especial en las presentes circunstancias.

El destronamiento del zar

El zar Nicolás II se vio obligado a abdicar en febrero de 1917, lo que provocó el desmoronamiento del Antiguo Régimen en medio de una ola de fervor popular revolucionario. Es importante recordar el odio que despertaban el zar y su mujer, la zarina Alejandra. Los rusos estaban sufriendo pérdidas humanas espantosas en una guerra que estaban perdiendo; el zar había plantado cara a cualquier reforma democrática; había escasez de alimentos en las ciudades; su régimen estaba sumido en la corrupción, etc. Por tanto, el regocijo cundió inmediatamente después de la abdicación por la caída de la monarquía de los Románov. Se derribaron las estatuas de los zares históricos y las enseñas imperiales fueron destruidas en una sucesión de celebraciones espontáneas a lo largo de todo el país y del Imperio ruso.

La seguridad del zar había quedado garantizada por el Gobierno Provisional que había sustituido a la monarquía. La nueva figura prominente en la administración, Alexander Kérenski, que había visitado en varias ocasiones a Nicolás tras la abdicación, declaró: “No debemos convertirlo en un mártir” y añadió “parecía disfrutar de verdad con su nuevo modo de vida […] como si se hubiera liberado  de la pesada carga que recaía sobre sus hombros”.

Al principio, el Gobierno Provisional pensaba que los Románov buscarían asilo en Gran Bretaña, pero Jorge V, primo del zar, tras haber declarado en un principio que serían bien recibidos, cambió miserablemente de opinión, al considerar que sería una maniobra muy impopular que recaería sobre él, de modo que renegó de su compromiso con palabras engañosas y dejó que su primer ministro, David Lloyd George –que sí era partidario de acoger a los Románov en Gran Bretaña–, cargara con la responsabilidad. En lugar del exilio, los Románov fueron trasladados, en la primavera de 1917, a la localidad siberiana de Tobolsk, por el temor de Kérenski de que fueran atacados si permanecían cerca de Petrogrado. Allí fueron alojados cómodamente en la antigua mansión del gobernador “con algunos de sus cortesanos predilectos, seis criadas, dos ayudas de cámara, tres cocineros, un sumiller y dos perros de aguas como mascotas”.

La condena a muerte

La primera vez que Lenin discutió el destino de la familia real fue en noviembre, a los pocos días de haber conquistado el poder en la segunda de las revoluciones de 1917, pero no llegó a tomar ninguna decisión. La mayoría de los camaradas querían someterlos a juicio y votaron en repetidas resoluciones del Sovnarkom para llevar ante un tribunal al antiguo zar, sin proponer acciones legales contra el resto de la familia, mientras Lenin daba largas y respondía con evasivas. En todo momento tuvo claro el destino que tenía en mente para el zar, solo era cuestión de decidir cuándo y cómo debía morir Nicolás.

Lenin no concebía el concepto de regicidio; para él, el zar era un “enemigo de clase muy especial” y los Románov eran una “ignominia con trescientos años de existencia”. La venganza suponía una parte de sus planes: Alexander, el hermano mayor de Lenin, había sido ahorcado a la edad de veintiún años por haber participado en el intento de asesinato del padre de Nicolás, el zar Alejandro III. Lenin tenía entonces diecisiete años y nunca olvidaría cómo su familia había sido después despreciada por la sociedad burguesa. Frente a su reputación de personaje frío y calculador, Lenin estaba más condicionado por las emociones que por su ideología marxista.

No existe ninguna prueba de que Lenin diera la orden de asesinar al zar. Es poco probable que firmara jamás semejante orden y, aunque lo hubiera hecho, habría eliminado el rastro con cuidado. De haber existido alguna evidencia, los jerarcas soviéticos que le sucedieron seguro que la habrían destruido. Pero no cabe duda de que Lenin dio la orden, casi con total certeza, de forma verbal a Sverdlov y, probablemente, en la reunión del 12 de julio de 1918 en el Kremlin. La elección del momento y los detalles correspondieron a otros –Sverdlov y sus secuaces– pero la decisión de ejecutar a los Románov, y de hacerlo en secreto, era de Lenin. Aparte de ellos dos, la mayoría de los líderes rojos no supieron que el asesinato había tenido lugar hasta después de que sucediera.

Hubo una pugna entre los bolcheviques de dos regiones sobre quién tendría el “honor revolucionario” de encargarse de Nicolás. Sverdlov se aseguró de que fuera Fillip Goloschekin (un viejo amigo del exilio en Siberia, líder del Sóviet de los Urales y jefe de los comunistas de Ekaterimburgo) quien diera el visto bueno. Lenin estuvo de acuerdo. A sus cuarenta y dos años, Goloschekin había sido encarcelado y torturado durante dos años en la imponente fortaleza de Schlusselberg por delito de subversión. Sverdlov lo describió como “frío [y] muy enérgico”.

En junio, el antiguo zar fue trasladado con su familia a Ekaterimburgo, donde residieron en la casa Ipátiev, un edificio neoclásico de espléndidas proporciones en el que, sin embargo, sus condiciones de vida dejaron de ser buenas.

El tiempo apremiaba y Lenin no podía demorar la decisión por más tiempo: Ekaterimburgo estaba rodeada de tropas aliadas de los ejércitos blancos que combatían a los rojos de Lenin; de aproximarse más –en efecto, Ekaterimburgo sería tomada por los blancos una semana después del asesinato del zar–, estarían en condiciones de liberar al zar, de modo que Goloschekin apremió a Sverdlov. Goloschekin fue a Moscú para conseguir la autorización definitiva para matar a toda la familia, que le fue concedida después de aquella reunión en el Kremlin del 12 de julio. Ya había escogido al hombre que se encargaría del trabajo sucio: Yákov Yurovski, a quien ya había nombrado jefe de la casa Ipátiev.

Alto, corpulento y de unos cuarenta años de edad “con un mechón de pelo negro ondulado, elegante y sofisticado, con una barba estilo Van Dyck bien recortada”, Yurovski era un bolchevique ascético, muy inteligente, que ardía de rencor contra la burguesía y, en particular, contra la familia real. Miembro de una familia de diez hermanos, se había  criado en condiciones de extrema pobreza y había sufrido la discriminación a causa de sus raíces judías. Tenía sed de venganza.

La muerte de los Románov

Yurovski había seleccionado días antes el pelotón y el método de ejecución. Había recorrido la zona próxima a la localidad para localizar un sitio donde incinerar los once cadáveres de sus víctimas y enterrar sus cenizas: la galería de una mina abandonada próxima a una aldea a 12 km de Ekaterimburgo.

A la 1.30 del 16 de julio, Yurovski despertó al doctor Yevgueni Botkin, el fiel médico que había formado parte del séquito del zar durante años, y le dijo que levantara a los demás. Le comentó que “había disturbios en la ciudad y, preocupados por su seguridad, iban a trasladarlos” al sótano. La explicación resultaba convincente, pues en las últimas noches habían escuchado disparos desde sus aposentos.

El zar, la zarina, su hijo varón y sus tres hijas y el séquito real tardaron media hora en asearse y vestirse. En torno a las 2.00, descendieron en penumbra la estrecha y empinada escalera. Ninguno de ellos podía saber que el pelotón de ejecución se encontraba en la habitación aneja. Según Pavel Medvedev, uno de los asesinos del zar, que escribiría a posteriori un relato detallado de los acontecimientos, la “familia permanecía en calma como si no temieran peligro alguno”.

Habitación del sótano de la casa Ipátiev en el que fue ejecutada la familia Románov, junto con tres de sus sirvientes y el médico de la corte, Eugene Botkin. La foto muestra los orificios practicados en los tabiques durante la primera investigación sobre el suceso entre enero y julio de 1919, para estudiar los impactos de bala. Dicha investigación estuvo a cargo de Nikolai Sokolov, investigador especial de la corte de justicia de la región de Omsk, bajo la supervisión del general blanco Mijaíl Diterijs –comandante entonces del Ejército de Siberia de Kolchak–. Obligadas las fuerzas blancas a retirarse de Ekaterimburgo ante el avance del Ejército Rojo, Diterijs y Sokolov portaron consigo cuantas evidencias del caso pudieron. El general publicó posteriormente en Vladivostock, en 1922, el libro El asesinato de la familia real y de los miembros de la casa Románov en los Urales, a partir de las pesquisas de Sokolov, en las que Diterijs, reconocido antisemita, desarrollaba la teoría de que el asesinato se insertaba en el contexto de un complot judío contra Rusia con los bolcheviques como perpetradores. El propio investigador Nikolai Sokolov decía haber encontrado extraños símbolos y una inscripción hebrea que confirmaba sus sospechas. Diterijs culminaba su truculento y fantasioso relato con supuestas evidencias de que los miembros de la familia imperial habían sido decapitados y sus cabezas enviadas a Yákov Sverdlov a Moscú. Una tesis semejante desarrolló el corresponsal británico de The Times, Robert Wilton, afín a Diterijs y Sokolov, que en su obra The last days of the Romanovs sostuvo que se trató de un asesinato ritual perpetrado por judíos a las órdenes de Alemania. El libro, además, denotaba un profundo resentimiento hacia la Rusia soviética por haber retirado al país de la Gran Guerra.

Fueron conducidos a un cuarto en el sótano, de cinco metros de ancho por seis de largo, que previamente habían ocupado los guardias y que tenía una pequeña ventana ovalada y enrejada. Alejandra preguntó por qué no había sillas en la estancia y se trajeron dos. Nicolás colocó a su hijo Alexis en una y Alejandra se sentó en la otra. Se dijo a los restantes que se alinearan contra uno de los muros y así permanecieron unos minutos hasta que Yukovski regresó con los ejecutores. Después, como él mismo relató años después:

Anuncié a los Románov que “en vista del hecho de que sus parientes continuaban con su ofensiva contra la Rusia soviética, el Comité Ejecutivo del Sóviet de los Urales había decidido fusilarlos”. Nicolás nos dio la espalda […] y se volvió hacia su familia. Luego, como recobrando la compostura, se dio la vuelta y preguntó “¿qué?, ¿cómo?”. Repetí a toda prisa mis palabras y ordené al destacamento que se preparara. Estos habían sido instruidos previamente acerca de a quién debían disparar y cómo apuntar directamente al corazón para evitar demasiada sangre y terminar lo más rápido posible. Nicolás no dijo más. Se volvió de nuevo hacia su familia. Los otros prorrumpieron en exclamaciones incoherentes. Todo duró unos pocos segundos. Luego empezó el tiroteo, que duró unos dos o tres minutos. Yo disparé a Nicolás en el acto. La emperatriz apenas tuvo tiempo de santiguarse antes de ser disparada. Murió al instante. Los guardias perdieron los nervios y disparaban sin ningún control hasta que la habitación se convirtió en una carnicería sangrienta. Las balas rebotaban como si fueran granizo, de la pared al suelo y de un lado a otro de la habitación. Alexis cayó de la silla, herido en una pierna, pero continuaba vivo.

Los guardias hicieron una auténtica chapuza. Seis de las víctimas seguían vivas cuando se detuvieron los disparos. Alexis yacía gimiendo en un charco de sangre. Yurkovski lo remató con dos tiros en la cabeza. Todo el “procedimiento”, como él lo definió, llevó más de veinte minutos, en parte porque la zarina y las tres princesas habían escondido dentro de sus corsés joyas de un valor millonario.

Medvedev recordaba la escena: “tenían varias heridas de bala en distintas partes del cuerpo; sus rostros estaban cubiertos de sangre, al igual que su ropa”.

Los ejecutores trajeron sábanas de una habitación contigua y, tras despojar a los cadáveres de objetos de valor, los cargaron en un camión que esperaba en la puerta principal. El motor del vehículo llevaba en marcha desde que habían despertado a los Románov, en un intento de enmascarar el ruido de los disparos. Apilaron los cuerpos unos encima de otros.

Yurovski era un asesino despiadado, pero tenía reparos morales en cuanto al robo de los “bienes públicos”. Exigió, bajo amenaza de muerte, que se devolviese el botín sustraído a los cadáveres: confiscó un reloj de oro, una pitillera con incrustaciones de diamantes y otros artículos de valor.

Medvedev era el responsable de la operación de limpieza. Los guardias trajeron mopas, cubos de agua y arena para limpiar los restos de sangre. Uno de ellos describió la escena:

La habitación estaba cubierta por una especie de niebla de pólvora […] había agujeros de bala en las paredes y en el suelo […] sobre todo en uno de los muros […] charcos de sangre en el piso, al igual que en otras de las habitaciones que tuvieron que atravesar hasta llegar al patio […] que conducía a la puerta.

El destacamento condujo hacia el “cementerio” que había escogido Yurovski. Cuando comenzaron a despojar de sus ropas a los cadáveres encontraron aún más botín. Yukovski depositó las joyas en un saco, solo los diamantes pesaban más de 8 kg. Los cuerpos fueron incinerados y luego los bajaron hasta la mina.

Yurovski estaba preocupado porque el pozo fuera demasiado superficial como para ocultar los restos de los Románov mucho tiempo. Localizó otras minas más profundas algunos kilómetros más lejos. La noche siguiente, los exhumaron y los llevaron hasta su nueva sepultura, una tumba poco profunda cerca de la anterior. Los restos fueron rociados de ácido y se cubrió la sepultura con tierra y maleza. Un día después, el resto de la familia directa del zar fue masacrada, a unos 120 km de distancia, en Alapáyevsk: la gran duquesa Ella, que se había metido a monja, y su compañera, la hermana Alejandra, el gran duque Serguei y otros cinco Románov fueron asesinados. Al caer la noche, los condujeron a una mina abandonada, donde fueron derribados a culatazos y arrojados por el hueco de una cantera anegada. Serguei murió rápido, ya que, de algún modo, logró alcanzar la superficie y allí lo dispararon en la cabeza. Los otros fueron abandonados hasta que murieron de inanición.

La repercusión del magnicidio

Los soviéticos trataron de mantener durante años la farsa de que los asesinos de Ekaterimburgo habían recibido órdenes del sóviet local y promovieron la idea de que el resto de la familia había muerto por azares de la guerra civil, como si fueran un daño colateral, aunque luego justificaron su eliminación en términos prácticos. En la década de 1930, Trotski no mostraba arrepentimiento cuando lo explicaba en su diario:

«La decisión [de la muerte de los Románov] no solo era conveniente sino también necesaria. Demostró a todo el mundo que íbamos a continuar la lucha sin detenernos ante nada. No solo era necesaria para amedrentar, aterrorizar e infundir una sensación de desesperación en el enemigo, sino también para agitar a nuestras propias filas y demostrar que no había lugar para la retirada, que ante nosotros solo se erigía la victoria total o la destrucción absoluta».

Durante el periodo revolucionario en Rusia, los asesinatos eran irrelevantes, ya que la gente se había acostumbrado a las muertes violentas. El diplomático Robert Bruce Lockhart, jefe en aquel momento del servicio de inteligencia británico en Rusia, escribió: “La población de Moscú recibió la noticia [de la muerte del zar] con una increíble indiferencia. Su apatía hacia todo lo que no fuera su propio destino era total, muy sintomática de los tiempos en los que vivimos”.

El antiguo primer ministro zarista, Vladimir Kokovstov, se encontraba en un tranvía en Petrogrado el día que se dio la noticia. “No había síntomas de tristeza o compasión entre la gente –dijo– La noticia de la muerte del zar se recibió entre sonrisas de satisfacción, mofa y murmullos. Algunos pasajeros exclamaron, «ya era hora»”.

Bibliografía

  • Gilliard, P. (1921): Thirteen Years at the Russian Court: A Personal Record of the Last Years and Death of the Tsar Nicholas II, and His Family. London: Hutchinson.
  • Lieven, D. (1996): Nicholas II, Twilight of the Empire. New York: St. Martin’s Griffin.
  • Service, R. (2017): The Last of the Tsars: Nicholas II and the Russia Revolution. New York: Pegasus Books.

Victor Sebestyen nació en Budapest, pero siendo aún niño abandonó Hungría con su familia como refugiado. Ha trabajado para numerosos periódicos británicos, incluyendo el Evening Standard de Londres y The Times. Ha sido editor en la revista Newskeek; informando ampliamente sobre Europa del Este con ocasión de la caída de la URSS. Ha escrito: Lenin the Dictator; Twelve Days, a history of the 1956 Hungarian Uprising; Revolution 1989 y 1946: The Making if the Modern World.

Este artículo apareció publicado en el Desperta Ferro Contemporánea n.º 23 como adelanto del siguiente número, el Desperta Ferro Contemporánea n.º 24: Rusia 1917. Revolución y guerra.

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