Muerte de Pizarro

La muerte de Pizarro (1877), óleo sobre lienzo de Manuel Ramírez Ibáñez (1856-1925), Museo del Ejército, Toledo. La semilla del asesinato de Francisco Pizarro a manos de los seguidores de su antiguo socio, Diego de Almagro, fue plantada mucho antes de que este aconteciese, el 26 de junio de 1541. Almagro y sus tropas fueron los grandes perdedores de entre quienes conquistaron el Imperio inca. No solo no participaron del riquísimo rescate de Atahualpa, dado que llegaron después de que se produjese la captura, sino que exploraron sin éxito Chile en busca de riquezas y pasaron una ordalía en el desierto de Atacama. Tras la ejecución de su líder, además, Pizarro privó al hijo de este, Diego de Almagro el Mozo, de la encomienda que poseía, cosa que dejó a los capitanes almagristas en la miseria. Deseosos de venganza y descontentos con la actuación del juez enviado por la Corona, el licenciado Vaca de Castro, maquinaron el magnicidio con Juan de Herrada a a la cabeza y lo llevaron a cabo en el palacio del marqués. Mientras asesinaban a su lugarteniente, Francisco de Chaves, Pizarro se preparó junto a su medio hermano Francisco Martín de Alcántara y varios pajes para plantarles cara. El anciano conquistador ofreció una dura resistencia, pero sucumbió tras varias estocadas. “¡Oh, día dichoso y de grande felicidad, y cómo todos han de conocer que Almagro fue digno de tener tales amigos, pues tan bien supieron vengar su muerte en el cruel tirano que fue causa de ello!”, se jactó Juan de Herrada según el cronista Cieza de León. © ALBUM/ORONOZ

Tras el ajusticiamiento en 1538 del mariscal, adelantado y gobernador de Nueva Toledo, Diego de Almagro, al término de la llamada Guerra de Las Salinas, que lo enfrentó a su antiguo socio, Francisco Pizarro, el hermano de este, Hernando, acudió a la Corte, donde sería juzgado y condenado, mientras que su otro hermano Gonzalo, exploraría el Amazonas en busca del país de la Canela. A principios de 1541, el único familiar que permanecía en la Ciudad de los Reyes junto al marqués y gobernador era su medio hermano Francisco Martín de Alcántara. La situación era delicada, pues en la propia capital se estaba organizando un complot para acabar con la muerte de Pizarro.

La amenaza partía del hijo de Diego de Almagro, que se había jurado a sí mismo vengar la muerte de su progenitor y que supo captar a los cientos de descontentos que no habían alcanzado las prebendas que esperaban o que estaban cansados del nepotismo imperante. Lo cierto es que los rumores eran insistentes, pero ni el gobernador ni su entorno más cercano advirtieron lo que estaba a punto de ocurrir. Y es que Francisco Pizarro era una persona extremadamente confiada; de hecho, cuando combatía en alguna escaramuza contra los hombres de Manco Inca y escuchaba a sus capitanes lamentarse de su inferioridad numérica, siempre respondía: “menos éramos en Cajamarca, que salíamos a mil por cada uno de nosotros, y pudimos con ellos”.

La muerte de Pizarro

Ese 26 de junio Francisco Pizarro, con la coraza a medio colocar, se arrojó contra los atacantes pese a su inferioridad y a sabiendas de un más que previsible resultado. En el último combate de su vida se llevó por delante a tres almagristas. El postrero, un tal Narváez, fue empujado por Juan de Herrada contra el marqués, que lo atravesó mortalmente, pero los demás atacantes tuvieron tiempo ya de herirlo de manera fatal. Aunque recibió cinco heridas en la cabeza, seis en la columna vertebral y tres en las extremidades superiores, el autor material de la estocada mortal fue un tal Martín de Bilbao. Al parecer, el trujillano hizo ademán de pedir confesión, a lo que Juan Rodríguez Barragán le respondió: “al infierno, al infierno os iréis a confesar”, al tiempo que le daba un fuerte golpe en la cabeza con una cerámica gruesa. Junto al marqués perdieron la vida otras cinco personas, a saber, el ya mencionado Francisco de Chávez, Francisco Martín de Alcántara, Juan de Vargas, hijo de Gómez de Tordoya; García de Escandón y Francisco Gaitán. Otros resultaron gravemente heridos, pero se recuperaron, como Gonzalo Fernández, el alguacil Juan de Vergara y Gómez de Luna.

Un final desventurado para el conquistador del Tahuantinsuyo, pero probablemente acorde con el carácter del personaje. La muerte de Pizarro cumplió así con el ritual de los conquistadores, pues, casi todos, con muy pocas excepciones, fallecieron dramáticamente. Una vez más se hacía realidad aquel refrán que decía que quien a hierro mata a hierro muere y, de paso, se cumplía la trágica premonición del licenciado Espinosa, recogida por Cieza de León: “el vencido, vencido, y el vencedor, perdido”. Ahora bien, como reconocieron sus propios correligionarios, perdió la vida defendiendo animosamente su persona como “de tan valeroso caballero se esperaba”.

Ingratos y cobardes

El magnicidio apenas tuvo planificación y se trató casi de un arranque espontáneo. De no haberse concatenado toda una sucesión de errores por parte del marqués y de su entorno, podría haber sido desbaratado con facilidad. Pero, entre ingratos y cobardes, Pizarro se había quedado prácticamente solo. Precisamente este argumento lo utilizó Diego de Almagro el Mozo en la carta que envió para justificar sus actos: el asesinato había sido por voluntad de Dios porque “no hubo hombre, viéndolo en mitad del día, que echase mano a espada para ayuda suya”. Esto no era exactamente cierto, porque a los pocos minutos, cuando era demasiado tarde, llegó un amplio contingente de hombres en su ayuda, pero sí que refleja bien la situación de soledad en la que se encontró Pizarro en el último trance de su vida.

El exceso de confianza del gobernador y la pasividad de su entorno les costaron caros a todos ellos. Tal actitud ya en la propia época levantó la suspicacia de varios cronistas. De hecho, Francisco López de Gómara afirmó estar sorprendido por la “tibieza” del secretario personal de Pizarro, Antonio Picado, y de su teniente de justicia, Juan Blázquez. Por la persecución que ambos sufrieron a manos de los almagristas no parece que tuvieran ningún tipo de implicación, pero, como otros muchos, mostraron una cobardía flagrante, pues en lugar de enfrentarse a los almagristas decidieron esconderse o escapar por las ventanas. Este fue el caso tanto del doctor Juan Blázquez como del oportunista Francisco Ampuero, casado con la antigua concubina del marqués. Y decimos oportunista porque lo mismo que salvó su vida saltando por la ventana, en 1546, tras la batalla de Añaquito, anticipándose a un fatal desenlace, se cambió de bando, traicionó a Gonzalo Pizarro y obtuvo en compensación cargos como el de regidor, alguacil mayor, alcalde de la Santa Hermandad y alcalde de Lima.

Más controvertida es la actitud del trujillano Francisco de Chávez, que abrió la puerta del palacio para hablar con los asaltantes. Este se sentía molesto con Francisco Pizarro por el desplazamiento que estaba sufriendo en favor de Francisco Picado, y pronunció unas palabras inquietantes antes de caer herido de muerte: “Señores, ¿qué es esto?, no se entienda conmigo el enojo que traéis con el marqués, pues yo siempre fui amigo”. José Antonio del Busto ve aquí un cierto entendimiento con los almagristas, que era ostensible desde años antes. ¿Es posible que Francisco de Chávez fuese uno de los topos almagristas dentro del palacio? Es difícil afirmarlo, pero lo cierto es que mantenía una cierta amistad con ellos, hasta el punto de que alojó durante un tiempo en su casa a Diego de Almagro el Mozo tras la batalla de Las Salinas. Su amistad era lo suficientemente sólida como para pensar que a él no le matarían, de ahí su actitud, pero lo cierto es que su errónea decisión le costó casi instantáneamente su propia vida y puso en bandeja la de su paisano Francisco Pizarro. De haber permanecido la puerta cerrada, muy probablemente se podría haber truncado el intento de asesinato, bien reorganizando la defensa desde dentro o bien esperando refuerzos de fuera.

Persecución de pizarristas

Una vez consumado el crimen se inició una persecución contra los pizarristas y sus propiedades. La mayoría huyó, pero con suerte muy desigual. El secretario Antonio Picado se refugió en casa del tesorero Alonso de Riquelme, quien lo terminó delatando. El célebre fray Vicente de Valverde se fugó junto a su cuñado, el doctor Juan Blázquez, y otros pizarristas. Alcanzaron la isla de Puná, pero con tan mala fortuna que los indios se alzaron y los asesinaron a palos. Juan de Barbarán, después de enterrar el cuerpo del marqués y de poner a buen recaudo a los hijos de este, pagó de su bolsillo a algunos hombres de a caballo y acudió en busca del licenciado Vaca de Castro. Hubo más ejecuciones de las que apenas nos han llegado noticias, como la de Alonso de Corvera, un modesto colono que había vivido en Cartagena de Indias y que fue degollado por Almagro. Eso sí, a los que no habían estado muy vinculados a la familia del marqués, se les perdonó la vida a cambio de jurar fidelidad al nuevo gobernador.

Las propiedades de los pizarristas fueron saqueadas, empezando por la propia casa del marqués. Con la obsesión cuáquera a flor de piel, algunos de sus criados fueron torturados para que confesasen donde se encontraba escondido el imaginado tesoro familiar. Corrieron la misma suerte las moradas de Hernando Pizarro, Francisco Martín de Alcántara, Diego de Agüero, Francisco de Herrera, Alonso Palomino y Orihuela, Antonio Prado, el doctor Juan Blázquez y la del secretario Picado, entre otras. Los almagristas robaron una gran cantidad de oro en efectivo, además de plata, piedras preciosas y toda la documentación de la cancillería del gobernador. Asimismo, incautaron dos centenares de caballos y armas, a sabiendas de que debían enfrentarse a los pizarristas y al licenciado Vaca de Castro. Como afirma López de Gómara, todo lo hicieron a sus anchas, porque Gonzalo Pizarro estaba en la expedición de la Canela, mientras que Hernando Pizarro se encontraba en España.

Poco les durarían las alegrías a Diego de Almagro el Mozo y a los suyos, pues la Corona solía actuar de manera contundente en estos casos, pero esto es harina de otro costal.

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