juego y apuestas antigua roma

Los dados –en latín alea– fueron el juego más popular en el mundo romano. “Si a un viejo le gusta el ruinoso juego de los dados, también su heredero, que aún lleva la bula, agita las mismas armas en un pequeño cubilete”, nos cuenta Juvenal (Sátiras, XIV.4-5). La invención de este tradicional juego se atribuye a Palamedes, el hijo de Nauplio, que combatió en la guerra de Troya y fue quien descubrió el engaño de Odiseo para intentar zafarse de ella. Se dice de él que inventó el juego con la intención de fomentar la distracción y eludir la sensación de hambre después de la lucha (Sófocles, Palamedes, fr. 479 Radt.), y en la Antigüedad también se le llegaron a atribuir otros logros, como las medidas, pesos o incluso en algún caso parte del alfabeto griego. Pero la afición a los dados causaba a los romanos más de un problema. Licinio Lenticula, amigo de Marco Antonio, fue condenado por jugar a dados en el Foro y despreciado públicamente por Cicerón (Filípicas, 2.55-56). El habitual despiste de Claudio según Suetonio (Claudio, 39) le privó de alguna que otra partida: “mandó avisar a muchas personas para que fueran al consejo o a jugar a los dados el mismo día siguiente de haberlas condenado a muerte, y, como si se retrasaran, encargaba a un mensajero que las reprendiera por dormilonas”. Estaba tan apegado al juego que mandaba disponer su litera de forma que no se trastocaran sus jugadas durante el viaje (Suet., Claud., 33). También muy conocida es la afición de los dados entre los soldados –de hecho Palamedes, además de los dados, habría inventado el latrunculi, un juego parecido al ajedrez basado en la estrategia militar–, como nos cuenta un pasaje de Polibio (XXXIX.2.2) relativo al saqueo de Corinto (146 a. C.), con unos legionarios usando como tapete los cuadros de antiguos artistas griegos tirados por el suelo.

El juego ejercía una constante fascinación entre los romanos de cualquier clase social. Era muy popular entre los ricos, y muchos de ellos jugaban por las noches bajo la austera mirada de las estatuas de sus ancestros. Inmensas fortunas se ganaban o se perdían mientras los esclavos yacían helados de frío y olvidados, o así nos lo quiere hacer creer el satírico Juvenal (Sátiras, I. 93-95). Incluso los emperadores se daban el capricho. Augusto apostaba con frecuencia, aunque solo en cantidades modestas (Suetonio, Augusto, 71). Nerón, por el contrario, solía apostar más fuerte: un mínimo de 400 000 sestercios, lo suficiente como para convertir a un hombre en caballero (Suet., Nerón, 30), mientras que Claudio era tan fanático que incluso llegó a escribir un libro sobre la materia (Suet., Claudio, 33). En el otro extremo de la escala social, los obreros jugaban a los dados incluso cuando el tiempo era tan malo que les impedía trabajar en el exterior. Era también el último placer que les quedaba a los ancianos y las prostitutas exitosas que eran capaces de jugar bien en la mesa de apuestas. Incluso los niños, jugando a juegos de azar con nueces como premio, practicaban las habilidades que luego iban a necesitar cuando apostaran con dinero.

Tal fascinación tiene su reflejo en gran cantidad de espacios en los que los romanos solían jugar. Se han hallado tableros de juego grabados en todo tipo de lugares públicos, particularmente en los foros y basílicas, e incluso uno fue hallado en la casa de las vírgenes vestales. Los campamentos militares son también un lugar óptimo para el hallazgo de grafitos de este tipo. En la esfera doméstica, el juego sucedía habitualmente a la comida, y los dados conferían una especie de relajación ideal tras la cena. Para la gente corriente, las tabernas brindaban un espacio inmediatamente dispuesto para el juego. Algunas contaban con habitaciones en la parte trasera con mesas y sillas –solo los ricos se reclinaban– que podían ser usadas para distintos propósitos como comer y jugar. En efecto, era una de las principales fuentes de ingresos para una taberna, puesto que proporcionaba un micro-complejo de ocio para la persona media: comida caliente, bebida, juego y prostitución; todo ello incluido en un simple establecimiento. Los propios tableros de juego a menudo contaban con pequeños espacios marginales en los que se inscribían algunas ocurrentes o irónicas reflexiones:

SPERNE LUCRUM / VERSAT MENTES / INSANA CUPIDO

“Rechaza las riquezas, la codicia insana corrompe la mente”

Juegos populares

Existían muchas otras modalidades de juego. La opción más básica era la de echarse algo a suertes, como hicieron los soldados al dividirse las ropas de Jesús después de clavarlo en la cruz (Juan, 19.23-24). Otro juego muy simple era el llamado micatio, que consistía en una especie de versión antigua del “piedra-papel-tijera”. A la de tres, cada uno de los dos jugadores mostraría una mano, pero el número de dedos extendidos variaría. Al mismo tiempo, ambos declararían cuántos dedos esperaban que hubiera en total. El verdadero hombre honesto era aquel con el que podías jugar al micatio incluso en la oscuridad. Algunos juegos más complejos incluían el duodecim scripta, que parece ser que era parecido al moderno backgammon, el latrunculi, comparable al ajedrez, y la tabula, que podía jugarse en ciertos tableros que se hallaban habitualmente en las tabernas. Por desgracia, las reglas de estos no han sobrevivido y, en cualquier caso, probablemente sería erróneo pensar que existieron reglas estandarizadas para todo el Imperio y su gran longevidad. Las tabas (tali) eran también frecuentemente usadas para el juego. Se trataba de pequeños huesos de las patas –entre la espinilla y el tobillo– de cuadrúpedos, y cada uno de ellos contaba con cuatro caras a las que se asignaban distintas puntuaciones: 1= la cara plana, que era conocida como canis (“el perro”), 3= el lado convexo, 4= el lado cóncavo, y 6= el lado curvo, conocido como el senio (“el hombre viejo”). Los huesos se tiraban de cuatro en cuatro, y en un ejemplo conocido, el lanzador puso 16 sestercios en el montón apostando a tres perros o un seis, pero el vencedor se quedó con todo tras sacar una Venus (una taba de cada cara). He llegado a calcular las posibilidades de sacar una Venus –un día entero lanzando tabas miles de veces– como aproximadamente de 26 a 1. El vencedor debió de ganar una gran cantidad de dinero dada la cantidad de la apuesta inicial.

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Esta imagen, que muestra unos personajes jugando a los dados con gran entusiasmo, procede de la caupona –albergue– de la via di Mercurio en Pompeya (casa VI, 10, 1. 19). Pertenece a la cara sur de una estancia en la parte trasera del establecimiento, en la que se conservan diferentes frescos, como uno con personajes en torno a una mesa con salchichas, cebollas y otros alimentos colgando del techo. Otro representa a un personaje con una copa entre las manos al que se le acerca alguien con una jarra. Como si de un cómic se tratara, una inscripción reza: ADde CAliceM SetinUM (“otra copa de vino de Setia”; CIL IV-1292). Otra escena parecida refleja un soldado, armado con una lanza, que sostiene una copa ante un esclavo que la llena: Da fridam pusillum (CIL IV-1291: “añade agua fría…solo un poco”). En otras zonas de la caupona se incluyen también escenas eróticas, puesto que no era raro ofrecer allí además los servicios de alguna meretrix. Los establecimientos en los que se ofrecía comida, bebida e incluso lecho eran el sitio ideal donde practicar el juego clandestinamente y apostar fuerte sin llamar la atención, algo que no siempre se lograba: “[…] el jugador, mal traicionado por el cubilete seductor, sacado inmediatamente de la vieja taberna, borracho suplica al edil” (Marcial, Epigramas, V.84). © Wikimedia Commons / Wolfgang Rieger

Las carreras en el circo y los juegos gladiatorios en la arena ofrecían también espléndidas oportunidades para apostar. El potencial apostante contaba con bastante información para ayudarle a evaluar las posibilidades de ganar de cada competidor. Los programas de la arena ofrecían listas de las estadísticas de cada luchador, al igual que las de los caballos en el circo. Los rumores y comentarios acerca de los aurigas o el pedigrí de los caballos se conservan en los escritos contemporáneos, y en los días anteriores a un festival, las habladurías terminaban convirtiéndose en apuestas. Un pasaje de Amiano Marcelino resulta de lo más explícito en relación con la pasión de la plebe en la Roma del siglo IV:

Estos, todo lo que viven, lo malgastan en vino, dados, juegos, placeres y espectáculos. Para ellos, su templo, su hogar, su asamblea y la esperanza de todos sus deseos es el Circo Máximo. Y, de hecho, se les puede ver por las plazas, callejones, avenidas y puntos de reunión formando grupos en los que discuten sus diferencias y defienden a unos o a otros, como sucede con frecuencia. […] juran una y otra vez que el estado no podrá subsistir si, en la siguiente carrera, su auriga favorito no sale el primero de la línea de salida y no realiza giros muy arriesgados con sus caballos de mal agüero (Amm. XXVIII.4.29-30, trad. M.ª Luisa Harto Trujillo, Madrid: Akal).

En el circo, las apuestas se fijaban en las cuatro categorías de colores de los corredores –azules, verdes, rojos y blancos– que representaban las cuatro escuelas. No hay evidencias en ninguno de los escritores antiguos que nos explique las fórmulas. Lo más probable es que cada uno apostara con los que se sentaban cerca de él entre la multitud. Ello podría explicar por qué los colores iban emparejados de forma conjunta en el imaginario popular (azules y rojos contra verdes y blancos). Formar parejas de este modo haría más simple realizar apuestas cara a cara sin tener que contemplar complejas combinaciones de posibles resultados.

Vidas azarosas

¿Pero por qué razón el juego era tan popular entre la gente común? Quizá el juego pueda ser entendido como una práctica útil para aprender algunas habilidades y actitudes potencialmente provechosas en la vida diaria. El juego enfatizaba la importancia del dinero entre la comunidad; era una especie de reflejo de la vida diaria, en la que la incertidumbre y la volatilidad eran frecuentes. A la vez, realzaba también la relevancia del estatus. Lo más importante del juego era precisamente que un buen jugador podía ganar grandes cantidades de dinero y mejorar su posición social. La descripción que Suetonio nos hace de Calígula lo caricaturiza como al del típico plebeyo ambicioso y agresivo, siempre dispuesto a hacer trampas para conseguir sus propósitos (Suet., Calígula, 41). El juego también enseñaba cómo afrontar el riesgo y tomar decisiones bajo presión. En un mundo en el que la pobreza nunca estaba lejana y los ingresos siempre sujetos al efecto de las malas cosechas o el clientelismo arbitrario de las élites, el romano común necesitaba aprender las habilidades necesarias para controlar los riesgos a los que se enfrentaban él y su familia.

Los juegos requerían el aprendizaje de un volumen significativo de información detallada, a menudo incluyendo un alto grado de sofisticación numérica. Podemos imaginarnos que ello era un buen entrenamiento para el manejo de las pequeñas deudas personales que fácilmente se contraían entre las clases modestas. A la vez, estas prácticas enfatizaban la importancia del despliegue de una gran variedad de tácticas en el ámbito de las relaciones interpersonales. En primer lugar, demuestra la importancia de tener controlado al vecino si uno quiere evitar que le estafen. Por otra parte, muestra también la importancia de afirmar el propio estatus o estar preparado para protegerlo, aunque fuera de forma agresiva. Merece la pena señalar que la sección del Digesto que cubre las leyes relativas al juego menciona repetidamente el uso de la violencia. Tampoco es que se tratara de matones, y como menciona Amiano en su descripción de la plebe romana, los jugadores tendían a mantener un genuino sentido de la camaradería (XXVIII.4.21).  En resumen, enseñaba al romano común a lidiar con el dinero, el riesgo y la gente.

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El juego no siempre degeneraba en arriesgadas apuestas, aunque a menudo cualquier cosa susceptible de tentar a la suerte era objeto de desafíos por dinero entre los jugadores más empedernidos. Para jugar bastaba emplear objetos de cualquier tipo, desde piezas con dos caras como fichas rectangulares o circulares, de muchas caras como los dados o de formas naturales como las conchas o las tabas. El de las tabas era un juego muy extendido en distintas culturas antiguas, en especial en la griega (en la que se conocían como astragaloi) y en la romana (tali), y en el registro arqueológico existe una gran cantidad de ellas, algunas fabricadas en materiales distintos al hueso, como el bronce, el marfil, la plata, el oro, la madera o la terracota. En algunas monedas griegas de los siglos V y IV a. C. aparecen tabas representadas como símbolo de buena suerte, con su uso extendido también a otros menesteres como la adivinación (Pausanias, Descripción de Grecia, VII.25.10). En la imagen vemos una figura de terracota procedente de Capua (Campania), quizá de la segunda mitad del s. IV a. C., representando dos chicas jóvenes jugando a las tabas. Probablemente estén jugando a una modalidad conocida como pentalitha que aún hoy día se practica en la moderna Turquía con piedras, y que consistía en tirar una taba al aire y, antes de cogerla al vuelo, recoger tantas tabas del suelo como se pueda. Las tabas eran un juego muy popular entre niños y mujeres jóvenes, aunque a menudo también se vincula a los ancianos (Cicerón, De Senectute, 58). Un pasaje de Suetonio (Augusto, 71.2) va en dicho sentido y además nos brinda un excelente ejemplo de cómo se podía apostar a la mejor baza: “Durante la comida estuvimos jugando como viejos tanto ayer como hoy; tirábamos las tabas y, cada vez que uno de nosotros sacaba la suerte del perro o el seis, ponía en el centro un denario por cada taba, que se llevaba en su totalidad el que sacaba la suerte de Venus”. © The British Museum

La popularidad del juego entre las clases corrientes también es un buen reflejo de lo que el azar podía llegar a representar en sus vidas. Este es un aspecto que puede percibirse a través de las tabas, que también se empleaban para consultar a los dioses. Una columna oracular hallada en el fórum de Kremma, en Pisidia (Turquía), fue inscrita con las respuestas a 56 posibles tiradas de cinco tabas. Las respuestas tenían incluso nombres: sacar un 10, que equivale al tiro del timonel Tyche [NdE: Tyche es el nombre griego de la diosa Fortuna, y el timón uno de sus atributos habituales, que simboliza el azar del destino], significa que no es tiempo para el entusiasmo frívolo, que puede ser “muy perjudicial”. El consejo es entonces esperar porque es el tiempo indicado para la espera. Si el consultante puede hacerlo, entonces podrá “cumplir cualquier cosa”. Sacar un 22 resulta en un “queda tranquilo, que el momento no está todavía maduro. Si haces esfuerzos inútiles en vano, perseguirás un objetivo que está fuera de alcance. No veo el momento idóneo, pero si te relajas un poco, lograrás tener éxito”.

Un proverbio decía que: “debemos dominar nuestra buena fortuna o ella nos dominará a nosotros”. Lo que observamos en el juego y en los dados oraculares es la creencia de que la suerte no era irrefrenable, sino que podía ser manejada e influenciada. Percibir el mundo de este modo significaba dar espacio a la esperanza y a la intervención individual. El juego refleja entonces una concepción del mundo en la que las gentes corrientes, pese a su modesta condición, tenían una oportunidad de mejorar su suerte en vez de ver sus vidas como dominadas por el azar. Para ser honestos, ello requería de conocimientos, habilidades, experiencia, agallas y cerebro, pero aun así la oportunidad existía igualmente, y permitía al romano medio, que debía sobrevivir en un entorno en el que el riesgo abundaba, arreglárselas con tal nivel de incertidumbre.

Restricciones y legislación

Aun siendo tan popular, el juego era objeto de la más fiera condena moral. Los jugadores son mencionados en el mismo saco que los adúlteros y otras gentes infames. Se decía que cuanto más ingenioso era el jugador, tanto mayor era su perversidad. Los peligros del juego eran asociados a veces con las amenazas al Estado: los coconspiradores de Catilina eran descritos como aleatores (“jugadores”), y es bien conocida la alusión de Julio César a la República como una apuesta que ganar o perder cuando, al cruzar el Rubicón, pronunció su famosa frase: “la suerte está echada” [NdE: Alea iacta est. Literalmente: “el dado está echado”]. Las actividades jugadoras de ciertos emperadores también ofrecen claros ejemplos de su degeneración. Domiciano fue vilipendiado por jugar a los dados incluso por la mañana, y Calígula no solo jugaba a los dados mientras la corte estaba de luto por su hermana, sino que incluso hacía trampas (Suet., Domiciano, 21; Calígula, 41; Séneca, Diálogos, XI.17.5).

El desdén moral también quedaba reflejado en las leyes. La Lex Alearia, fechada probablemente en el año 204 a. C., fue el primer intento de legislar contra el juego, pero otras leyes le sucedieron, intentando eliminar esta popular práctica. La Lex Talaria prohibía los juegos de dados excepto durante las comidas o durante el festival de la Saturnalia. Las penas por incumplimiento iban desde el cuádruple de lo apostado hasta el exilio. No parece que estas leyes se hiciesen cumplir. Los ediles se conformaban con la supervisión de tabernas, pero el gran número de tableros de juego que ha sobrevivido hasta nuestros días sugiere que no se tomaban esta responsabilidad muy seriamente. Dos leyes republicanas permitían las apuestas en competiciones realizadas en persecución de la virtud [NdE: Virtutis causa (Séneca, Ep. 106.11; 117.30). Se autorizaba la apuesta en la que no se participaba en el juego de forma activa, por ejemplo como espectador], lo que permitía que se apostara en el circo y el anfiteatro. En cualquier circunstancia, las deudas de juego eran legalmente irrecuperables. Los pretores parece que rehusaron también actuar contra los propietarios de establecimientos de juegos afectados por asaltos, robos o daños resultantes de estas actividades. No nos da la impresión de que la ley se tomara el juego muy en serio.

El de la imagen es un tablero de juego de época tardía para el duodecim scripta (“las doce líneas”), uno de los juegos más conocidos y longevos del ámbito romano. Se jugaba mediante piezas de juego de tipo botón –a menudo inscritas con las iniciales de sus dueños–, y tres dados simples. El tablero procede de Afrodisias, en la actual Turquía, y contiene una inscripción que reza: ☩☩ἐπὶ Φλ(αβίου) Φωτίου σχο(λαστικοῦ) κ(αὶ) πατρ(όσ) ☩ (“bajo Flavius Photius, scholasticus y pater”. Otras inscripciones de la ciudad nos hablan también de este magistrado, que cabría situar en un periodo entre los ss. V y VI d. C. En Frigia, también en Asia Menor, una inscripción de los ss. IV-V en un tablero alude a la fea costumbre, igualmente reflejada en Amiano (XIV.6.25), del bufido característico que emitían los jugadores con la nariz al resoplar y sorber fuertemente para concentrarse: “el que resopla, que sea cubierto de hollín”. En Pompeya, un individuo se jacta en una inscripción de haber ganado en Nuceria (Italia) nada menos que 855 medios denarios (CIL IV- 2119), mientras que en Timgad (África) existe otra en la que se lee: Venari lavare ludere ridere occest vivere (“cazar, bañarse, jugar, reír: ¡eso es vida!”) Los juegos de azar eran en efecto comunes en todo el Imperio, y muestran una larguísima pervivencia, tal como demuestran los restos arqueológicos y las referencias de textos como el de Amiano. Un escrito de Séneca (Tranq. An., 14.7) nos habla de un personaje llamado Julio Cano, aparentemente adepto del estoicismo, que llevaría hasta sus últimas horas su afición por los juegos de tablero: “Estaba jugando al latrunculi, cuando el centurión que conducía la fila de los que iban a morir ordenó que se levantara él también. En cuanto lo llamaron, contó las piezas y dijo a su contrincante: ‘Mira que después de mi muerte no mientas diciendo que me has ganado’. Entonces, señalando al centurión, le dijo: ‘Tú serás testigo de que le llevo una de ventaja’”.

¿Por qué entonces las élites rechazaban el juego mientras muchos de ellos se divertían con él? En parte podemos entender este fenómeno como el resultado de la intención de proteger su estatus. El juego podía resultar en movilidad social en la que no se tenía en cuenta ni trabajo ni nacimiento, lo que suponía una amenaza para la jerarquía social tradicional. Además, estaba también ligado a la cultura popular urbana que había crecido junto a la inmensa ciudad imperial de Roma. Asociado a la omnipresente cultura de la taberna, el juego parecía representar para las élites todo aquello que estaba mal de las clases bajas. Demostraba que la gente era incapaz de emplear su tiempo de ocio de forma inteligente o moralmente aceptable sin supervisión.

La realidad, por supuesto, era distinta. La todopoderosa persuasión del juego no era solo un ejemplo de la ociosidad de la plebe. Representaba un tópico políticamente correcto para el discurso y proveía de un estímulo intelectual además de una particular emoción. La mayoría del juego sin duda se realizaba a escala tan pequeña que no resultaba temerario ni afectaba al estatus de los participantes en la sociedad. Es imposible saber cuánto llegaba a apostar el romano corriente pero, en cierto modo, ninguna cifra habría sido insignificante. Jugar en un grupo, donde no hay corredores que se lleven tajada, es en cierta medida un ahorro, aunque a una tasa de interés cero. A largo plazo, cada participante puede esperar su turno de ganar. La victoria simplemente representaba una forma exagerada de conseguir dinero rápido que dominaba la vida corriente: una buena semana era seguida de otra mala y así sucesivamente. Puede que la élite entendiera que el juego realmente suponía una amenaza y que fallaran al reforzar las leyes en consecuencia, pero es más probable que, al igual que su retórica anti-juego, las leyes fueran tan solo declaraciones puramente diseñadas para enfatizar públicamente que el juego no era la forma correcta de alcanzar el éxito.

Bibliografía

  • Horsfall, N. (2003): The Culture of the Roman Plebs, Bristol: Classical Press.
  • Purcell, N. (1995): “Literate Games: Roman urban society and the game of alea”, Oxford: Past & Present, 147, pp. 3-37.
  • Toner, J. (1995): Leisure and Ancient Rome, Cambridge: Polity Press.
  • Toner, J. (2009): Popular Culture in Ancient Rome, Cambridge: Polity Press. Traducido al español como: Sesenta Millones de Romanos: la cultura del pueblo en la antigua Roma, 2012, Barcelona: Crítica.

Jerry Toner es profesor titular y director de estudios en Clásicas en el Churchill College, Universidad de Cambridge. Su trabajo procura observar el mundo romano “desde abajo”, una perspectiva novedosa y sugestiva que nos acerca a una Antigüedad viva y vibrante, más allá de mármoles y emperadores. Sus libros han sido traducidos a seis idiomas, y entre ellos destacan Sesenta millones de romanos: la cultura del pueblo en la antigua Roma (Crítica, 2012), Cómo manejar a tus esclavos (La Esfera de los Libros, 2016), Mundo antiguo (Turner, 2017) e Infamia. El crimen en la antigua Roma (Desperta Ferro Ediciones, 2020).

Este artículo apareció publicado en el Desperta Ferro Arqueología e Historia n.º 1 como adelanto del siguiente número, el Desperta Ferro Arqueología e Historia n.º 2: Los bajos fondos en Roma.

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