Al término de la Guerra de Sucesión española, Felipe V había debido renunciar a sus posesiones italianas (Cerdeña, Sicilia, Nápoles, Milán y los Presidios de Toscana) como parte del precio a pagar para ser reconocido rey de España y de las Indias. No obstante, nunca se resignó a su pérdida y aspiraba a recuperarlas en cuanto tuviese ocasión (véase Desperta Ferro Historia Moderna n.º 39: Felipe V contra Europa). En 1717, considerando propicia la coyuntura internacional, dio el primer paso arrebatando la isla de Cerdeña a Austria, que inmersa en una de sus frecuentes guerras con el Imperio otomano poco pudo hacer por evitarlo.

Envalentonado, en 1718 subió la apuesta enviando una expedición contra Sicilia, recién incorporada al reino de Saboya. Durante el mes de julio los españoles ocuparon la mayor parte de la isla, arrinconando a los saboyanos en algunas plazas fuertes. Gran Bretaña y Francia no tardaron en reaccionar, firmando un acuerdo para mantener el statu quo imperante. La adhesión de Austria y Holanda lo convirtió en la Cuádruple Alianza. Los coaligados exigieron a Felipe V que devolviese sus conquistas. A cambio, los hijos que había tenido con Isabel de Farnesio, su segunda esposa, recibirían los ducados de Toscana y Parma y Placencia.

Batalla de cabo Passaro

Batalla de cabo Passaro, 18 de agosto de 1718 (1767), óleo sobre lienzo por Richard Paton (1717–1791), National Maritime Museum, Greenwich, Londres.

Entretanto, Gran Bretaña había enviado una poderosa escuadra al Mediterráneo para reafirmar su posición. El 11 de agosto, sin previa declaración de guerra, atacó y derrotó a la española, muy inferior en número y calidad, frente al cabo Passaro. A continuación, aprovechando su dominio del mar, trasladó un contingente austríaco a Sicilia para disputar el control de la isla a la aislada fuerza expedicionaria española. Ni el revés diplomático ni la derrota militar persuadieron a Felipe V de la necesidad de entablar negociaciones. Sin otra opción que emplear la fuerza, Gran Bretaña declaró la guerra a España el 29 de diciembre y Francia el 9 de enero del año siguiente.

En la campaña de 1719 España hizo el primer movimiento. El 7 de marzo zarpó de Cádiz con destino a Gran Bretaña una flota con 5000 hombres a bordo, el embrión de un ejército con el que Jacobo Estuardo pretendía arrebatar la corona británica a Jorge I (véase «Escocia, 1719. La última Gran Armada» en Desperta Ferro Historia Moderna n.º 38). Una terrible tempestad la dispersó al oeste de Fisterra, obligando a los maltrechos buques a refugiarse en el primer puerto que pudieron alcanzar. Francia se puso en marcha a mediados de mayo, concentrando en Irún un numeroso ejército. El 17 de junio obtuvo la capitulación de Hondarribia y el 19 de agosto de San Sebastián. El pequeño ejército que los españoles lograron reunir permaneció impotente en Pamplona. Incapaz de oponerse a los designios del enemigo, se limitó a vigilarlo de cerca.

El contrataque británico

Fue por entonces cuando se gestó la idea de enviar una expedición a las costas del norte de España para cooperar con los franceses. La propuesta partió de lord Stair, el embajador británico en París, y fue acogida con entusiasmo por James Craggs, secretario de Estado del Departamento Meridional (el ministro de Asuntos Exteriores de mayor rango de los dos que había en el gabinete, responsable de las relaciones con los Estados católicos y musulmanes de Europa) y uno de los miembros más destacados del Consejo de Regencia establecido en Londres en ausencia de Jorge I, que se encontraba en su Hannover natal. El monarca recelaba de la operación. Con solo doce mil soldados repartidos entre Gran Bretaña e Irlanda, temía que su reino pudiera quedar indefenso. Para conseguir su aquiescencia, los regentes debieron prometerle que conservarían hasta el regreso de la expedición las tropas holandesas que habían contratado al comienzo de las hostilidades.

Richard Temple Vizconde de Cobham

Retrato de Richard Temple, 1.er Vizconde de Cobham (1675-1749) (ca. 1740), óleo sobre lienzo por Jean Baptiste van Loo (1684-1745), National Portrait Gallery, Londres.

Para la operación se reunieron unos cinco mil soldados repartidos en diez batallones de infantería, con cincuenta caballos y un poderoso tren de artillería de asedio, al mando del teniente general sir Richard Temple, vizconde de Cobham, un veterano de la Guerra de Sucesión, como la mayoría de sus oficiales superiores. La escuadra del vicealmirante James Mighells, con tres navíos, una fragata, dos bombardas y dos brulotes, les prestaría apoyo. La lentitud de los preparativos y el tiempo desfavorable retrasó la partida hasta principios de octubre. Para entonces las operaciones militares estaban centradas en Cataluña, con los franceses asediando Seo de Urgel y preparándose para atacar Rosas. Sin posibilidad de cooperar con ellos, hizo falta buscar un objetivo alternativo de suficiente entidad. Se eligió A Coruña, la plaza fuerte más importante del Reino de Galicia.

Estaba previsto que Cobham se encontrase en aguas gallegas con la escuadra del contralmirante Robert Johnson. Con dos navíos y una fragata, Johnson llevaba un tiempo operando en el Cantábrico. En junio había participado en la destrucción del astillero de Santoña y a finales de septiembre había atacado Ribadeo. Sin embargo, para cuando Cobham llegó al punto de encuentro previsto, Johnson, que llevaba esperando más de un mes, se encontraba de regreso a Inglaterra con los víveres y el agua a punto de agotarse. Sin el auxilio de Johnson Cobham no se sintió capaz de forzar su entrada en la bahía coruñesa. El 8 de octubre puso proa a Vigo en busca de una presa más asequible, dejando un reguero de pueblos asolados a su paso.

El ataque sobre Vigo

Vigo estaba defendida por la batería de Laxe, una muralla abaluartada con el fuerte de San Sebastián adosado a la parte más elevada del recinto y, dominando todo el conjunto desde un terreno casi inaccesible, el castillo del Castro. Aunque las fortificaciones no se encontraban en buen estado, el problema más acuciante del gobernador de la provincia de Tui, el teniente general D. Tomás de los Cobos, marqués de Parga, era la escasez de defensores. En toda su jurisdicción apenas había quinientos soldados regulares, el resto eran milicianos que, aunque voluntariosos, poco podían hacer contra un enemigo bien disciplinado y entrenado.

Plano de Vigo 1719

Plano de Vigo con sus contornos, 177. Lugares citados en el texto: B: Fuerte de San Sebastián; E: Baluarte de Gamboa; G: Batería de Laxe; S: Castillo del Castro. Archivo General Militar, Madrid.

La flota invasora comenzó a fondear a la entrada de la ría viguesa la madrugada del 10 de octubre. Durante el día los ingleses desembarcaron sin encontrar oposición. Observando la disparidad de fuerzas, Parga había decidido abandonar Vigo y concentrarse en el Castro. Lo defendían diez compañías del Regimiento de Infantería de España, «que con los oficiales no llegaban a cuatrocientos hombres», y otros cuatrocientos paisanos armados con sus propios mandos. Ostentaba el mando el gobernador de Vigo, brigadier José de los Herreros, «hombre de gran juicio, viveza, honra y experiencia, que había adquirido en muchos años de la escuela de Flandes.»

Vigo se rindió el 12 y pese a las súplicas de las autoridades municipales, fue saqueada sin contemplaciones. Cobham se concentró entonces en conquistar el castillo. Para ahorrarse un asalto que auguraba sangriento, decidió bombardearlo. El 13 de octubre emplazó una gran batería de treinta y cuatro morteros al amparo del fuerte de San Sebastián con piezas de «todos los calibres, de dieciocho a veinte libras de arroba, de a dos arrobas, hasta tres arrobas», a las que se añadieron más de una docena de pequeños «morteros de mano» Coehorn. Dos días más tarde instaló otra batería con dos grandes morteros en el baluarte de Gamboa (en el extremo suroccidental de la muralla).

En cuanto estuvieron listas las piezas comenzó el bombardeo, al que se unieron ocasionalmente las bombardas, fondeadas a poca distancia de la costa. Enseguida se estableció una rutina letal: del amanecer al mediodía y desde el anochecer hasta las primeras horas de la madrugada diluviaban proyectiles sobre la fortaleza sin que los defensores pudieran hacer mucho por sustraerse a sus devastadores efectos:

[…] no hay cuarteles para la defensa de las bombas, ni más cubierto que una capilla de Nuestra Señora, casas de ermitaño y adonde se recogía el castellano, y dos cuarteles viejos, almacén de pólvora a prueba de bomba, una cisterna y unas minas en donde estaba recogida la pólvora, y en donde se recogían los heridos; y así los soldados, como los oficiales, no tenían más cubierto que tiendas de campaña. […] lo que más daño causó fue un tipo de granadas [disparadas por los morteros Coehorn] otro tanto mayores que las de a mano y coloreadas del temple que tenían, que reventaban casi siempre en el aire y, como si fueran de vidrio, se hacían muchos pedazos y causaban mucho estrago.

ataque inglés a Vigo 1719

Vigo 1719, estampa calcográfica fechada en 1733.

Las víctimas aumentaban cada día que pasaba. El propio Herreros resultó alcanzado en el brazo izquierdo por un casco de bomba mientras alentaba a sus hombres, muriendo al poco tiempo. El 17, después del acostumbrado bombardeo matutino, se intimó a los defensores a rendirse. El coronel reformado Fadrique González de Soto, interinamente al mando, replicó que no podía entregar el castillo «porque tenía mucha guarnición, oficiales de gran honra, mucha pólvora, balas y que comer; y, sobre todo, porque no habría brecha.» No obstante, tras celebrar un consejo de guerra, decidió informar por carta de la situación dentro de la fortaleza a D. Guillaume de Melun, marqués de Risbourg, que se había desplazado de A Coruña a O Porriño para seguir de cerca los acontecimientos. Risbourg, un soldado experimentado que ocupaba el cargo de capitán general y virrey de Galicia desde 1707, le autorizó a actuar como creyese conveniente.

Con su honor a salvo, González de Soto eligió capitular al día siguiente. Cobham se mostró generoso con los vencidos, permitiendo a las tropas regulares salir «con sus armas y bagajes, al son de las cajas y con las banderas desplegadas.» Los milicianos, sin armas, serían libres de ir a donde quisieran. El 21 de octubre los supervivientes de la guarnición abandonaron formalmente el Castro. La violencia del bombardeo había costado a los defensores 66 muertos y 164 heridos según las fuentes españolas. Los ingleses contaron más de trescientos muertos o heridos, admitiendo haber perdido «solo dos oficiales y tres o cuatro hombres muertos.»

Durante el asedio, los invasores pretendieron explotar los recursos locales para subsistir, exigiendo provisiones y contribuciones «bajo pena de ejecución militar», es decir, represalias. Para impedirlo, Risbourg exigió un gran sacrificio a la población civil: ordenó a los residentes que «retiraran sus frutos y ganados tierra adentro y abandonasen sus casas; lo que se ejecutó con tanta resignación y obediencia que hubo paisanos que echaban en los ríos sus granos y rompían las pipas de vino, para que los enemigos no se apoderasen de ellas.»

Los destacamentos ingleses, obligados a alejarse cada vez más de su campamento, sufrieron un continuo goteo de bajas. Todos los días traían «los paisanos y voluntarios algunos prisioneros y desertores, matando a algunos enemigos.» El virrey se jactó de haber quitado «a los enemigos hasta trescientos hombres» en estas operaciones propias de la guerra de partidas en las que los milicianos, con su exhaustivo conocimiento del terreno, demostraron estar en su elemento. Frustrados, los británicos no se anduvieron con contemplaciones:

[…] con motivo de haber dado muerte unos paisanos armados a tres centinelas enemigos en las proximidades de Vigo, salió de la villa un tropel de trescientos soldados para capturar a aquellos campesinos, y al no poder conseguir su propósito pusieron fuego a unas treinta y cinco o cuarenta casas de los alrededores.

Dueño de Vigo y su entorno, Cobham decidió ampliar el radio de sus operaciones atacando Pontevedra. El 25 de octubre mil hombres al mando del mariscal de campo George Wade desembarcaron en la ensenada del Ulló. Desde allí marcharon por tierra hasta Pontevedra sin encontrar resistencia. Risbourg, temiendo que Santiago pudiese ser el objetivo final de los ingleses, había ordenado a Parga retirarse a Caldas «y si le siguiesen, a Padrón, donde cortase el puente [sobre el Ulla] y se fortificare.» Sin embargo, los británicos no pretendían ir más allá. Permanecieron en Pontevedra hasta el 4 de noviembre y antes de retirarse quemaron varias casas particulares y edificios públicos, como habían hecho antes en Redondela y Marín.

Todos pierden

Para entonces Cobham había decidido dar por concluida la operación. Alegando «la escasez de víveres, que padecía», reembarcó a su ejército y zarpó el 7 de noviembre. La operación dejó en Gran Bretaña un regusto agridulce. Aunque había quedado patente la vulnerabilidad de las costas españolas, ni Vigo tenía entidad suficiente como objetivo de prestigio, ni el magro botín obtenido –siete mercantes, un centenar de piezas de artillería inutilizadas en su mayor parte, más de dos mil barriles de pólvora y unos ocho mil mosquetes– compensó el coste de la operación.

Ría de Vigo 1719

An exact draught of the bay and harbour of Vigo («Dibujo preciso de la ría y el puerto de Vigo»), publicado en Londres entre 1744-1747 por John y Paul Knapton.

De todos modos, Felipe V había tenido suficiente. La campaña de 1719 había dejado patente el aislamiento internacional y la indefensión de su reino. El 26 de enero del año siguiente, accedió a las pretensiones de la Cuádruple Alianza a regañadientes, afirmando que «sacrificaba sus intereses al reposo de Europa.» La guerra había terminado y nuevos acontecimientos la relegarían pronto al olvido en las principales cancillerías europeas. En otros lugares no fue tan fácil pasar página, como constataría el comandante William Dalrymple a su paso por Vigo medio siglo después:

La devastación causada por los ingleses en 1719 todavía es reciente; y los habitantes aún no se han repuesto de sus pérdidas. Me avergonzó oír hablar de los actos licenciosos de mis compatriotas, todavía mencionados con horror, que robaron a la gente y caprichosamente saquearon y prendieron fuego a las casas: […] realmente tales métodos de hacer la guerra son miserables; destruir la propiedad y llevarse las pequeñas pertenencias de unos cuantos individuos ni persigue la gloria de la nación ni lleva los negocios a buen fin […]

Como en demasiadas ocasiones a lo largo de la historia, fueron los súbditos los que pagaron la insensata obstinación de su rey.

Bibliografía

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