dibujo arqueologico ilustración histórica desperta ferro

Cuando el dibujo técnico no basta: a la izquierda, dibujo arqueológico (planta) de dos cadáveres hallados sobre el pavimento de una de las calles del yacimiento de época ibérica del Cerro de la Cruz (Almedinilla). A la derecha, ilustración histórica de lo mismo. Salta a la vista que esta segunda es mucho más expresiva, proporciona un mayor volumen de información (como la posición, edad, complexión, sexo o heridas de los cadáveres…) y, además, se explica por sí sola, sin apenas necesidad de un texto que la acompañe. Dibujo de Diego Gaspar, para el proyecto dirigido por el Dr. Fernando Quesada Sanz e ilustración histórica de Sandra Delgado.

Pronto comprendimos que se trataba de dos víctimas más de lo que la historiografía conoce como las Guerras Lusitanas, que asolaron Hispania a mediados del siglo II a. C. –y, más concretamente, la de Viriato–, y que muy probablemente perecieron en una de las campañas punitivas con las que Roma castigaba a quienes habían apoyado a sus enemigos (véase “La más brutal de las venganzas. El Cerro de la Cruz, testimonio de la campaña punitiva de Serviliano durante la Guerra de Viriato” en Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 61).

Se trataba de un descubrimiento arqueológico de gran interés, y quienes formábamos parte de aquel proyecto de investigación –Proyecto Resistencia y asimilación: la implantación romana en la Alta Andalucía. Estudio y musealización del Cerro de la Merced y Cerro de la Cruz (Córdoba) y su territorio– deseábamos darlo a conocer. Pero, al hacerlo, nos dimos cuenta de que los métodos de documentación que habitualmente emplea la arqueología no eran del todo eficaces para este caso. El aséptico –e insípido– dibujo de planta y perfil no daba cuenta de lo que habíamos hallado. No transmitía el espanto de la escena y, además, no permitía reconocer las heridas, la posición de los cuerpos o el contexto. Sin pretenderlo, nos habíamos topado con las limitaciones del dibujo arqueológico. ¿La solución? La ilustración histórica.

Ahora sí, gracias al trabajo de una excelente ilustradora, Sandra Delgado, en coordinación con el director de la excavación arqueológica, el profesor Fernando Quesada Sanz, se consiguió por fin plasmar la tragedia, trasladando al lienzo toda la crudeza y el horror de aquel episodio sangriento. Además, la nueva imagen mostraba otros detalles significativos: ahora se podía apreciar que los cuerpos habían caído de forma que las piernas del uno quedaron sobre el brazo del otro, mientras una pierna del primero quedó bajo el muslo del segundo. Es decir, que su muerte fue simultánea. Nada de esto habría sido perceptible en un dibujo técnico al uso. La ilustración es por tanto valiosa incluso más allá de la mera divulgación. No es solo una forma auxiliar, secundaria, de transmitir información histórica sino, en ocasiones, la mejor forma de hacerlo. Siempre, eso sí, que se haga con rigor. Y rigor quiere decir investigación, pero, sobre todo, evitar las “contaminaciones”. ¿A qué nos referimos con esto?

Hachuela de carnicero

Cuando se menciona la palabra almogávar –aquellas tropas de infantería ligera que hicieron el nervio de los ejércitos de Aragón en los siglos XIII y XIV y cuyo grito de guerra, “¡Desperta Ferro!”, nos da nombre–, es fácil que nos venga a la mente la imagen de un individuo armado con un enorme cuchillo de hoja gruesa, ancha y de forma cuadrada, al estilo de la hachuela o hacha de una mano empleada hoy en día por los carniceros para trocear grandes porciones de carne. Pero ese tipo de hachuela no existía en el Medievo. Lo asociamos a los almogávares por una confusión: y es que cuando, allá por el año 1888, el pintor José Moreno Carbonero quiso representar la entrada de Roger de Flor en Constantinopla, leyó en las fuentes de la época (Desclot, Muntaner…) que el arma de estos guerreros era un coltel, lo que en catalán moderno (coltell) se traduce como “cuchillo”, y de grandes dimensiones. No sabiendo a lo que se referían, representó la mencionada hachuela.

Ahora bien, si nos detenemos en las armas que se usaban en aquella época, veremos que lo que las fuentes describen encaja bien con un arma por entonces muy popular: el bracamarte –cuyo nombre en Castilla, por cierto, era el de cuytelo, muy semejante al coltel de las fuentes catalanas–. Se trata, pues, de una espada –que no cuchillo ni hachuela– de un solo filo y hoja curva ensanchada hacia la punta, propia de plebeyos, como los almogávares. Nada que ver con lo que el imaginario colectivo tiene en mente, y así lo representamos, para explicarlo, en la portada de Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 22: La Corona de Aragón en el Mediterráneo.

¿Qué quiere decir esto? Que, a la hora de confiarle a un ilustrador profesional la composición de una figura que represente a un almogávar, se nos presenta la oportunidad de enmendar un error histórico, un error que se ha ido perpetuando por la mera repetición de un primer modelo inexacto que ha “contaminado” la imagen popular. ¡Y no se hace idea el lector de la satisfacción que esto produce! Este tipo de situaciones nos permiten romper estereotipos y brindar una imagen renovada –y, según creemos, mucho más cercana a la realidad– del pasado. Así, en nada se parece nuestra imagen de un guerrero bereber del ejército de Tariq a lo hasta ahora representado, o nuestra figura de un peltasta macedonio, y así con muchas otras.

Mortificando princesas

Si se le pregunta a un académico qué momento histórico elegiría para ilustrar su artículo, qué escena encuentra particularmente ilustrativa, es probable que responda que la firma de un célebre tratado o el encuentro entre dos personajes históricos. Es decir, un episodio que sin duda será históricamente relevante, pero poco o nada espectacular. Si, por el contrario, se acude directamente a las fuentes coetáneas, se leen sucesos menos conocidos, pero igualmente –o más– significativos:

Encendida de una furiosa cólera, agarró a la muchacha por el pelo de la cabeza, la estrelló contra el suelo, la golpeó largo rato a patadas y, una vez bañada en sangre, ordenó desnudarla y sumergirla en un estanque (Gregorio de Tours, Historia de los francos V.38, trad. de Pedro Herrera Roldan).

Así describe el historiador galo la querella entre la reina visigoda Gosvinta y su nuera Ingunda, provocada por la diferencia de fe entre ellas: arriana la primera y católica la segunda. Bien es cierto que Gregorio era un devoto católico y, además, particularmente desafecto al arrianismo, por lo que hay motivos para dudar de la veracidad de su testimonio, pero en todo caso nos sirve para componer una ilustración de indudable dramatismo que sirve de pretexto para exponer los problemas de convivencia entre las dos fes en la Hispania del siglo VI y la inseguridad –innegable– de la corte visigoda. Además, nos permite contrastar los atuendos femeninos de las cortes visigoda –el de Gosvinta– y franca merovingia –de la que procedía Ingunda–, inspirados ambos en hallazgos arqueológicos.

Por lo mismo, para la selección de temas recomiendo repasar, en la medida de lo posible, las fuentes primarias, ya que a menudo están plagadas de sucesos espectaculares, susceptibles de convertirse en ilustraciones de gran atractivo, sin perjuicio de que, además, sirvan de pretexto para expresar una realidad del periodo y transmitir información muy reveladora.

Y otro tanto se puede decir de la actualidad arqueológica: estar atento a las novedades y hallazgos recientes, en particular si obligan a reconsiderar lo hasta ahora asumido, puede resultar enormemente estimulante. Tal fue el caso, por ejemplo, de la misteriosa sepultura 42 de la necrópolis “Casa del Condestable”, en Pamplona, recientemente descubierta. Fechada en las primeras décadas tras la conquista musulmana, corresponde a una inhumación de una mujer que, a priori cristiana, llevaba ocho anillos con epígrafes árabes e incluso invocaciones a Alá. ¿Cómo explicarlo? ¿Se trataba acaso de un mero emblema de estatus, pero desprovisto de todo significado religioso? Sea como fuere, es un misterio que nos anima a reconsiderar el papel de la religión en los primeros compases de la conquista islámica de Hispania y, por tanto, extremadamente sugestivo como tema para una ilustración.

Un faraón xenófobo

Y es que, en efecto, una misma ilustración puede –e idealmente debe– transmitir más de un mensaje. Por lo general responden a un motivo principal –un suceso histórico concreto, una realidad del momento–, pero, si se diseña con cuidado, puede también servir como plataforma para dar a conocer mucho más. Así, por ejemplo, en nuestra reconstrucción de la visita de Alejandro Magno al oráculo de Amón en Siwa (Egipto) en el n.º 33 de Desperta Ferro Antigua y Medieval aparece, en un segundo plano, un personaje que representa al general macedonio Ptolomeo. Por aquel entonces, narran las fuentes, los generales macedonios manifestaban fuertes sentimientos de xenofobia y recelaban de la inclinación de su rey a los ritos y costumbres extranjeras. Irónicamente, años más tarde, en un inesperado giro del destino, este mismo general acabaría ciñendo la corona de Egipto, esto es, convirtiéndose en faraón y formando parte de una cultura que muy probablemente despreció en su juventud. De este modo, en una misma ilustración se proporciona información acerca de un suceso puntual, de la mentalidad de la época, y de un suceso por venir.

ilustración histórica en desperta ferro ediciones navas de tolosa

Para captar el dinamismo y el espanto del choque entre las huestes cristianas y andalusíes en la batalla de las Navas de Tolosa (1212) nadie mejor que nuestro ilustrador y portadista Pablo Outeiral. La esquina superior izquierda de esta imagen muestra el aspecto del primer bosquejo. Sobre este, figuran algunas de las correcciones solicitadas para perfeccionar el boceto. La esquina inferior derecha refleja el resultado final de esta ilustración histórica, publicada en Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 78.

A guisa de Sísifo

Una vez decidido el tema –o temas– a tratar, se selecciona un ilustrador, atendiendo a las destrezas de cada uno: aquellos cuya técnica es más detallista o definan mejor las formas son los preferidos para figuras en las que se priorice la plasmación exacta de un atuendo o armamento. Por el contrario, aquellos ilustradores más dados a la evocación del movimiento, energía, acción y emoción son los preferidos para escenas dinámicas, especialmente aquellas de batalla o lucha. Tenemos la enorme suerte en Desperta Ferro de trabajar con un estupendo elenco de artistas, tanto nacionales como foráneos, que prestan su saber hacer para que podamos recrear el pasado.

Para ellos preparamos un dosier con toda la documentación que puedan necesitarse para componer la imagen: los detalles del atuendo, del armamento, del contexto o de cualquier otro particular. En ocasiones se facilita también un somero bosquejo de la composición de los elementos y personajes. El ilustrador remite un primer boceto, que se revisa concienzudamente para corregir cualquier disonancia, cualquier imperfección, a menudo con la ayuda de especialistas, historiadores y arqueólogos que son asimismo consultados. El proceso se repite tantas veces como sea necesario –para tormento de nuestros estoicos ilustradores– hasta lograr el resultado deseado.

Como perro apaleado

Una circunstancia que afecta a todas las ilustraciones y sobre la que no queremos dejar de insistir es que el tipo de vida condiciona el aspecto. Por mucho que compartan una carga genética similar, un oficinista del siglo XXI se va a parecer muy poco a un guerrero espartano. La alimentación, la higiene, el trabajo físico, la exposición a los elementos y el acceso a servicios médicos son tan dispares de uno a otro caso que sus cuerpos necesariamente serán también muy diferentes. Hoy sabemos, por ejemplo, que la estatura promedio de los hombres vikingos era de 1,70 m, comían mal, se bañaban poco y estaban infestados de parásitos intestinales (áscaris, gusano látigo…). Es decir, que una hueste vikinga se asemejaría más a una horda de orcos de Mordor de dientes pútridos que a la pasarela de guapísimos modelos a la que nos tienen acostumbrados la televisión y el cine. Otro detalle que, por obvio, se suele pasar por alto: no, los verdaderos vikingos no tenían acceso ni a gimnasios ni a suplementos para ganar masa muscular; incluso los más fuertes de entre ellos tendrían cuerpos muy distintos a los de los culturistas de hoy en día.

Por si todo esto fuera poco, todavía hemos de añadir un elemento más: la exposición a los peligros, algo que incluso condiciona la misma mirada. Si nos fijamos en las fotografías de campesinos del siglo XIX o de la primera mitad del XX, notaremos en sus rostros una sensación de gravedad, de desconfianza, casi diríamos “de perro apaleado”. La del único superviviente de varios hermanos que, contra todo pronóstico, ha llegado a la edad adulta; la de quien sabe que su vida y la de los suyos depende de una naturaleza imprevisible y salvaje. Si a eso añadimos el temor a que las legiones romanas lancen una campaña punitiva sobre tu aldea, a coincidir con una algarada de Almanzor… El mundo de estas gentes era duro y aterrador, y eso se tenía que reflejar, por fuerza, en su aspecto, en su ademán, en su mirada.

Leovigildo de Cimeria

Por último, en ocasiones nos gusta agregar mensajes velados, o al menos no del todo evidentes. Así, por ejemplo, nuestros lectores más avezados se habrán percatado de que la ilustración de portada de Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 73, dedicado al rey visigodo Leovigildo, es un guiño –ahora lo llaman homenaje– a la serie de tebeos Conan Rey, del personaje Conan el Bárbaro creado por Robert E. Howard. O que las portadas de la serie Especiales Ejércitos Medievales Hispánicos reflejan el desequilibrio en la pujanza militar entre cristianos y andalusíes a lo largo del Medievo. Así, los ejemplares dedicados a los momentos de hegemonía musulmana muestran al guerrero andalusí venciendo sobre el cristiano –apabullantemente en el caso del periodo califal–, y a la inversa en aquellos siglos en los que la suerte invirtió las tornas.

Mediar entre ciencia y arte

Créame el lector cuando afirmo que se me ocurren pocos trabajos tan emocionantes como el de documentar una ilustración histórica, o lo que es lo mismo, mediar entre la ciencia y el artista para reconstruir visualmente el pasado. Con cada nueva ilustración asumimos una responsabilidad enorme, pues establecemos una estampa de un suceso histórico que, en adelante, va a conformar el imaginario de nuestros lectores. Y, sin duda, no serán perfectas nuestras reconstrucciones, e incluso cometeremos errores, pero no me cabe duda de que en el proceso avanzamos paso a paso hacia una imagen más nítida de la realidad del pasado, que no es poco.

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