Fotograma de la serie Roma, de la HBO.

Fotograma de la serie Roma, producida por HBO-BBC-RAI.

«Un director de cine es un artista y como tal debe de concedérsele la libertad creativa que no se le escatima a cualquier creador de otra ma­nifestación artística. Pero libertad no es necesariamente sinónimo de frivolidad, de temeridad o en último término de ausencia de información. El verdadero creador es aquel que, como resultado de los condicionantes y límites propios de su trabajo, es capaz de recrear una obra del pasado respetando el espíritu que la informó y las circunstancias a través de las cuales ha llegado a la actualidad. Si eso se consigue, resulta, a mi juicio, necesario reconocer que la empresa ha llegado a buen puerto.»[i]

No estuvimos allí, no podemos llegar a una respuesta absoluta sobre cómo era realmente la antigua Roma. No sabemos realmente cómo era la viveza del color rojo en los ropajes de algunas personas, ni el grado de suciedad de sus calles, ni qué nos dicen realmente las fuentes; de hecho, «en un sentido perfectamente literal no sabemos de qué estamos hablando» cuando lo hacemos sobre la vida cotidiana en el mundo romano.[ii]

No existe aunque lo hayamos inventado a partir de fuentes escritas (textuales, epigráficas, arqueológicas) y lo hayamos categorizado como tal en un «compartimento estanco» que convenimos en llamar «Grecia» o «Roma»; el paso de los siglos ha echado toneladas de tierra encima y ha insuflado una cierta pátina de leyenda o de «esto fue así», y aunque se ha recuperado desde el Renacimiento, los «artistas» de esta época a su vez lo han «interpretado» según sus propias convenciones «clasicistas»… o aquello que consideraban «clásico». Si seguimos este hilo discursivo podríamos estar de acuerdo con David W. Griffith, que consideraba que el cine histórico no era necesariamente «un frío instrumento para reflejar la realidad», como podría serlo un aséptico (que tampoco lo es) documental, sino especialmente «una potente escritura histórica […] susceptible de crear más conciencia histórica que varios meses de estudio».[iii] Tratando de elaborar una visión fílmica del pasado histórica, por muy lejano que sea, podríamos comprender que una película (como en cierto modo un texto escrito) «ofrece múltiples posibilidades de “información”: la de la época que recrea, la de la época desde la que se recrea, y la relativa al ideario que el cine impone.»[iv]; una información (¿objetiva? ¿subjetiva?) sobre ese retazo del pasado que se «recrea», se «reconstruye» o, por qué no, se «inventa».

Al aproximarnos a las películas que tratan de «recrear» los bajos fondos de la antigua Roma nos encontramos con un primer obstáculo: ¿es necesariamente esa imago, esa «representación», una traslación al lenguaje cinematográfico de lo que los grafitis, las calles en ruinas o los cuerpos atrapados por la lava han dejado que perviviera en Pompeya? O, ya que de la Roma antigua nos han quedado muchos restos de su monumentalidad y del urbanismo pero bastantes menos trazos de esos bajos fondos que buscamos, ¿hasta qué punto lo que queda no es sino la imago, la «representación» que autores como Séneca, Marcial o Juvenal han dejado por escrito? ¿Tenemos que creer a pies juntillas a Séneca cuando se queja del ruido que proviene de las termas instaladas en los bajos del edificio en el que se reside (Cartas morales a Lucilio, VI, 56, 1)… o quizá es que el anciano preceptor de Nerón era demasiado quisquilloso por la noche… o realmente era un suplicio vivir al lado de unas termas (en las que al ruido hay que añadir una ausencia de higiene, si tenemos en cuenta que el agua de la piscina no se renovaba varias veces al día? ¿Le damos credibilidad a Juvenal cuando, en boca del Umbricio que abandona la ciudad, elabora un discurso sobre lo odioso que resulta vivir en una ciudad invadida por los extranjeros –«hace ya tiempo que el sirio Orontes desemboca en el Tíber»–, el lujo ostentoso y el mal gusto de los serviles –«los clientes nos vemos obligados a pagar tributo y a aumentar así el peculio de los esclavos elegantes»–, el ruido nocturno de carruajes y jóvenes de fiesta –«¿En qué departamento alquilado se puede conciliar el sueño?»– o la inseguridad de las calles –«no faltará quien te desplume cuando se atrancan las casas y en las tiendas hay silencio, cerradas sus puertas por cadenas»– si a uno se le ocurre salir de noche… o llegamos a la conclusión de que le gusta exagerar? (Sátiras, III).

Pero algo nos tendremos que tomar en serio, pues grafitis, frescos y los propios textos no se limitan únicamente a construir una «representación» de una realidad. Si por algo ha triunfado una serie televisiva como Roma (HBO-BBC-RAI, 2005-2007) es por la «imagen» realista que ya en los títulos de créditos iniciales anuncia su intención de mostrar un equilibrio entre los grandes personajes históricos que la protagonizan y aquellos elementos de corte popular, o de los bajos fondos si se prefiere, que van de los «reales» Pullo y Voreno al ficticio Timón; aunque la música evoque más el exotismo propio de un bazar oriental que la Roma más popular… claro que, ¿cómo se supone que «sonaban» los bajos fondos de Roma? ¿Cómo olían las calles? ¿A sudor, comida y excrementos? ¿Sobreviviríamos en aquellas calles los urbanitas del siglo XXI? De cualquier modo, piénsese en los «bajos fondos» de ciudades modernas, con una mezcolanza de culturas y etnias que poco tiene que envidiar a la de la antigua Roma, con ruidos en las calles, suciedad, olores fuertes, niños que juegan y madres que los llaman a gritos, «aguas» que se arrojan desde las ventanas, prostitutas que ofrecen sus servicios y un cierto «caos ordenado» según un estilo de vida en el que palabras como la ley, la justicia y el orden se conjugan de otra manera.

Serie Plebs, de ITV.

Serie Plebs, de ITV.

Quizá por ello también ha tenido éxito otra serie televisiva, Plebs (ITV, 2013–), tan «realista» como Roma al mostrar una ciudad popular en época de Augusto, pero desde otro ángulo: en Plebs de entrada se juega con anacronismos buscados y un punto de vista «contemporáneo», tanto en algunas actitudes como en el lenguaje que se emplea, a partir de las vivencias de tres jóvenes de clase baja (Marcus, Stylax y Grumio, este último esclavo del primero). Las tramas que se cuentan giran en torno a clichés sobre el mundo romano –de las orgías a las carreras de cuadrigas, de los gladiadores a las fiestas de las saturnales, de la esclavitud a las pugnas electorales a escala «local»–, pero ya la misma tonadilla de la sintonía inicial («When in Rome do as the Romans do») recuerda al espectador que, a fin de cuentas, esa es la Roma que conoce… o que le han hecho «conocer» [fíjese también el lector/oidor en que la música de esa sintonía tampoco busca resulta ser sinfónica y… «romana»; de hecho el estilo musical evoca un cierto multiculturalismo del Londres que subyace en esa Roma «reconstruida»].

En una anterior entrada de este blog tratamos la imagen de Roma en el cine, centrándonos en esa Roma blanca y prístina de lujosos (y reconocibles) monumentos: la llamada «Hollyrome», con el desfile triunfal como eje central. Entonces veíamos una Roma colosalista, propia de aquel espectacular «cine de romanos» de antaño, en el que más siempre significaba más grande. Para lo que queda de este texto nos centraremos en la representación de los bajos fondos de Roma en tres películas que se apartan del canon hollywoodiense y que muestran tres imágenes de una Roma «popular» que van de un cierto decadentismo cómico a un feísmo forzado o, incluso, un «péplum expresionista»: Golfus de Roma (Richard Lester, 1966), Fellini-Satyricon (Federico Fellini, 1969) y Calígula (Tinto Brass, 1979).

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Golfus de Roma, película británica dirigida por Richard Lester se basa en un musical de Broadway.

Basada en un musical de Broadway estrenado en 1962, Golfus de Roma (A funny thing happened on the way to the forum, en su título original) bebe de tres obras teatrales de Plauto –Pseudolus, Miles Gloriosus y Mostellaria– y se erige por sí misma en un «palimpsesto cinematográfico»[v], idea que remite a su vez una sinergia de tramas y elementos narrativos. El argumento es el propio de una fabula palliata romana, con amores imposibles y aventuras diversas de personajes de extracción social muy variada: el amor entre Philia, una esclava tracia y Hero, un joven procedente de una más o menos respetable familia «de clase media)» (Senex y Domina); las andanzas de Pseudolus, esclavo de Hero, a quien promete ayudar a cambio de su libertad; los trapicheos de Lycus, el proxeneta que es dueño de Philia; la llegada de un Soldado Fanfarrón (Miles Gloriosus), que reclama a Philia como futura esposa; la búsqueda de Erroneus de sus dos hijos, secuestrados por los piratas tiempo atrás (a la postre, Philia y Miles Gloriosus); el esclavo Hysterium, a quien Pseudolus convence para que se haga pasar por la difunta Philia, muerta por los efectos de una (inventada) peste. La trama transcurre en los suburbios de Roma –se utilizan los decorados abandonados de La caída del Imperio Romano (Anthony Mann, 1964), rodada a las afueras de Madrid– y en época de Nerón, pero la ambientación es netamente «popular»: esclavos, rufianes, soldados y ciudadanos de clase media-baja, con unos rictus exagerados, propios de la comedia plautiana, y que juegan con los condicionamientos sociales. Así, el amor de Philia (cándida y leal) y Hero (ingenuo y adolescente) resulta imposible, al ser ella esclava, pero cuando finalmente se descubre que es hija del acaudalado Erroneus, los padres de Hero, con ínfulas sociales, bendicen la unión; Pseudolus es el prototipo de esclavo ingenioso y lleno de recursos, que finalmente conseguirá la ansiada libertad, mientras que Hysterium es torpe y sumiso, y aunque trata de chantajear a Pseudolus no tarda en ser  mangoneado por este, que lo «trasviste» para engañar a Miles Gloriosus; a su vez, este Soldado Fanfarrón, de regreso de la conquista de Creta, impone la «fuerza militar» pero es fácilmente engañado por Pseudolus e Hysterium; Senex, a su vez, no deja de ser un trasunto de «viejo verde» que va tras las faldas de esclavas hermosas como Philia.

El slapstick, el sketch y el uso de muecas faciales son constantes en el desarrollo de la trama así como una sucesión de canciones que, no casualmente, evocan en el espectador la idea de que está viendo una comedia romana… y como tal deben aparecer números musicales. El fondo de la película es, pues, ligero,  cómico (ya desde el prólogo musical [versión doblada al castellano]) y con pinceladas sobre la vida en un suburbio popular: ya sea el burdel, una secuencia de lucha de gladiadores o una improvisada carrera de bigas. Es el espíritu de las Saturnales, de los esclavos más listos que sus amos, de la subversión social (hasta cierto punto) y de un entorno vodevilesco: “tragedy tomorrow, comedy tonight”.

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Fotograma del Satiricón, de Federico Fellini.

Fellini-Satyricon[vi] (versión doblada al castellano), como Golfus de Roma, utiliza también los bajos fondos de Roma como leitmotiv argumental y narrativo (cómo no hacerlo partiendo de la novela incompleta de Petronio), pero acentúa con mayor énfasis el elemento saturnaliano/carnavalesco. La «no élite» participaba de la «pequeña tradición» –el folclore, los proverbios, las fiestas, las canciones, los oráculos, el humor– que en cierto modo era radicalmente diferente de la «gran tradición» de educación clásica, dominio del griego, apego por la filosofía, adquisición de obras de arte propia de la élite.[vii] Las Saturnales romanas personificaban la diversión del pueblo, que invertía el orden social y los modos de la élite: lo ordinario y lo burdo en lugar de lo refinado; lo exagerado y extravagante en lugar de lo sutil y sublime. La risa, lo físico, lo profano y lo no oficial.[viii] La versión cinematográfica del Satiricón petroniano a cargo de Fellini es una buena muestra de «inmersión en los bajos fondos» –hay quien diría «bajada a los infiernos»– y de la subversión del orden social (como los esclavos que ocupan el espacio de los amos en las Saturnales durante un breve período de tiempo) a cargo de tres pillos.

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Representación de las termas en la película de Fellini.

La primera secuencia, en unas termas casi «futuristas» muestra a Encolpio, roto de dolor por la traición de Ascilto –«alquilado como mujer aun cuando lo adivinaban hombre»–, que le ha robado a Gitón, transfigurado en «esposa» –«el día de la toga viril vistió estola de mujer, su madre ya lo había inducido a no ser un hombre»–; Ascilto también convierte a Gitón en «esposa»: «envainando mi espada[ix] le he dicho: “si tú eres Lucrecia has encontrado a tu Tarquinio”». Los dos antaño amigos «pelean en la palestra» de unas termas inmensas, con escaleras que conducen a ningún sitio, apenas concurridas. Ascilto ha vendido al muchacho al actor Vernacchio, lo cual nos lleva al mundo del teatro en la siguiente secuencia: la farsa, la risa, la escatología, la burla y la parodia (de la justicia, con la amputación de una mano a un miserable, a la que sigue un «milagro» del César), el bisbiseo y las frases en un latín «popular» por parte de bufones y la troupe de Vernacchio (un habla muy del gusto de Fellini, que siempre buscaba. Encolpio exige a Vernacchio que le devuelva a Gitón, pero el actor se niega («¿eres senador, eres noble?», le espeta). La disputa se convierte en subasta por el muchacho («este joven es mejor que una esposa») entre varios asistentes a la representación, hasta que interviene un noble: la bufonada de Vernacchio, la insolencia, ha llegado a un límite, y el pretor exige que Gitón sea devuelto a Encolpio.

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La ínsula en Satiricón.

Termas, teatro… y prostíbulo. Tras recuperar a Gitón, Encolpio regresa con él a la insula donde residen, ocasión para que el espectador recorra las calles de esos bajos fondos, con nocturnidad y alevosía. Calpurnia les incita a entrar en su burdel: el recorrido es un viaje a lo grotesco, lo feo, lo sexualmente depravado (aparentemente), lo exagerado. Encolpio actúa de cicerone en un museo de mujeres y hombres que se ofrecen, en el que la suciedad se mezcla con la miseria, la brutalidad y una variedad lingüística en unos residentes que hablan latín, griego o lenguas irreconocibles pero que suenan a «exótico». Como una particular torre de Babel o un zigurat que se eleva hasta los cielos (un ojo, como en el Panteón, es la única abertura que permite pasar la luz); una torre, que como la hebraica, finalmente sucumbirá a los estragos de un terremoto (del mismo modo que Encolpio se hunde cuando Gitón escoge a Ascilto como amante). La cena de Trimalción, el episodio más conocido de la novela de Petronio, se recrea con detalle en una larga secuencia, tras haber conocido Encolpio a Eumolpo en una «galería de arte», y acudir ambos como invitados del más famoso liberto del mundo antiguo. Trimalción, tan rico que no sabe lo que posee y tan ignorante como para confundir unos versos de Lucrecio con los de otro poeta, es el epítome de esa «élite de la no élite» a la que podían llegar algunos libertos. Ostentoso, vano, cruel, caprichoso, teatral y desmesurado –como lo es todo en la película de Fellini–, Trimalción fue visto por Petronio (que sí formaba parte de la élite) como esa muestra de decadencia moral que percibía en la Roma de Nerón, aquella que permitía a un vulgar liberto poseer inmensas propiedades rurales y decenas de miles de esclavos pero negarle cualquier atisbo de reconocimiento social: a fin de cuentas, no es más que un antiguo esclavo que heredó de sus dos amos a través del estupro.

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Fellini muestra unos bajos fondos sin pretensión de realismo o de realizar una restitución arqueológica fidedigna; las termas y el cavernoso teatro de Vernacchio, por no hablar de la ínsula Felicles, forman parte de una «recreación» y no una «reconstrucción» que parece sacada de un relato de ciencia-ficción. Esos bajos fondos existen en la película, pudieron existir en el pasado histórico… pero no estamos seguros de que fueran así. La novela de Petronio transita por una Roma de golfos y prostitutas, recorre algunas ciudades del sur de Italia, de la «Riviera» napolitana en la que se acumulan las villas de ricos y poderosos. El entorno popular que «inventa» el director italiano tiene una clara dimensión onírica, mágica, «alternativa»; subyace la idea de que hay que «marcar la distancia que nos separa de los individuos de aquel tiempo, individuos que […] eran tan diferentes, que aún no habían conocido la influencia del cristianismo. […] Los vestidos, la ambientación, la luz, los gestos son cuidadosamente distintos de los actuales, provocando una buscada atmósfera enigmática e incluso inquietante en ocasiones»[x]. Todo debía parecer diferente, tanto en calles como en estancias y pasillos, de modo que en esos bajos fondos fellinianos queda una sensación de angustia, muy alejada de esa «Roma de mármol blanco» de los grandes pepla hollywoodienses.

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Fotograma de Calígula, del director Tinto Brass (1982).

Nos queda por revisitar Calígula, la tan provocadora como incomprendida película que de día rodaba Tinto Brass con el guion de Gore Vidal, mientras que por las noches se rodaban las secuencias pornográficas con brocha gorda a cargo de Bob Guccione, productor de la cinta y dueño del imperio Penthouse. Más allá de la escabrosa secuencia en Capri, en la caverna en la que el anciano Tiberio ha creado su particular mundo de depravada diversión (los spintriae, los «pececillos», los deformes, los sementales y las «ninfas»), a priori la película no incide en los bajos fondos de Roma. Los escenarios se reducen a la villa de Tiberio en Capri y el palacio imperial en Roma, así como ocasionales salidas a templos o la mansión en la que se casan Próculo y Livia, con una ausencia del «pueblo» en prácticamente toda la película. Conviene recordar que estamos más ante una particular visión de la locura del reinado de Calígula, la historia del más loco emperador romano según los cánones de Suetonio y Tácito, de sus excesos y crueldades, de la incestuosa relación con su hermana Drusila. Es precisamente la muerte de Drusila la que lleva a Calígula a «bajar» a una Roma nocturna; oculto con una capa, el emperador asiste a una «representación» de la pirámide social romana –literalmente–, a cargo del actor Mnester (que se transfigura en la parodia del propio Calígula): esclavos en la base, el pueblo, los soldados, los tribunos de la plebe, los senadores y el emperador en los escalones inmediata y sucesivamente superiores. Calígula percibe la burla –evidente con la cantante que se hace llamar Drusila– y se «rebela» contra la subversión social y trata de derribar la burla de la pirámide social: la derriba pero él mismo es «sometido» por la fuerza y trasladado a una prisión, en la que «cae» mediante un tobogán. La violencia brutal y la opresión sexual son el caldo del que beben los prisioneros, hasta que Calígula es reconocido por uno de los carceleros (el anillo con su imagen) y, casi por arte de magia, llega la reverencia formal y el reconocimiento de su autoridad. El regreso de Calígula al palacio, al espacio que le corresponde, es también ocasión para anunciar su divinidad ante unos senadores que la acaban aceptando… así como la enésima burla del emperador (los gritos de afirmación que se trocan en balidos de ovejas).

Al concluir este texto, la imago decadentista de los bajos fondos de Roma en el cine queda tan difuminada como poliédrica, tan fantasmagórica como diversa, tan simbólica como irreal, inventada… o recreada. Como la «no élite», cuya cultura no necesariamente era monolítica y estática. Subyace una primera imagen de exageración y burda simplicidad, pero de lo festivo, lo lúdico, lo sexual e incluso lo escatólogico también surge una segunda imagen de protesta y rebelión, de colores y sabores, de ruidos y olores que acaban conformando un cajón de sastre (o desastre) de la propia noción de romanidad. El romano adoraba la farsa, más que dejarse llevar por la trascendencia de la tragedia. La risa tenía más sentido que la gravitas marmórea. Sus bajos fondos cinematográficos, de una manera u otra, recogen este legado romano.


[i]  Francisco Salvador Ventura, “Dos fuentes para recrear la Roma altoimperial. La matrona de Éfeso y la fiesta de la risa en el Fellini-Satyricon”, en Habis, 42, 2011, 339-352; cita en pp. 351-352.

[ii] Fergus Millar, “The World of The Golden Ass”, en Journal of Roman Studies, 71, 1981, pp. 63-75, cita en p. 63.

[iii] G MIRO GORI, «La storia al cinema: una premessa”, en G. Miro Gori (ed.), La storia al cinema. Ricostruzione del passato, interpretaciones del presente, Roma, 1994, p. 12, citado en Francisco Salvador Ventura, “El mundo clásico en El Satirición de Fellini”, en María Consuelo Álvarez Morán y Rosa María Iglesias Montiel (coords.), Contemporaneidad de los clásicos en el umbral del tercer milenio: actas del congreso internacional de los clásicos. La tradición grecolatina ante el siglo XXI (La Habana, 1 a 5 de diciembre de 1998), Murcia, Universidad de Murcia, 1999, p. 447.

[iv] Gloria Camarero, Beatriz de las Heras y Vanessa de Cruz, “La historia en la pantalla”, en Gloria Camarero, Beatriz de las Heras y Vanessa de Cruz (eds.), Una ventana indiscreta: la historia desde el cine, Madrid, Universidad Carlos III, 2008, pp. 79-85, cita en p. 84.

[v] Expresión de Alba Romano Forteza en su artículo “Golfus de Roma (A funny thing happened on the way on the forum), un palimpsesto cinematográfico”, en Cuadernos de Filología Clásica. Estudios latinos, 9, 1995, pp. 247-256.

[vi] El director italiano tuvo que alterar el título pues otra película utilizaba el de la novela de Petronio.

[vii] Jerry Toner, Sesenta millones de romanos. La cultura del pueblo en la antigua Roma, Barcelona, Crítica, 2012, p. 15. Evocamos aquí los estudios clásicos de Mijaíl Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid, Alianza Editorial, 1987, y Peter Burke, La cultura popular en la Europa moderna, Madrid, Alianza editorial, 2014 (3ª ed. rev.).

[viii] Ibid., ps. 137 y 143.

[ix] Como en una secuencia muy posterior de la película, cuando Encolpio queda «impotente» (“he perdido mi espada, Ascilto”), el miembro viril se transfigura en metafórica espada.

[x] Francisco Salvador Ventura, “El mundo clásico en El Satirición de Fellini”, p. 450.

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