La batalla de Pavía, 1525 (ca. 1529), óleo sobre lienzo de Rupert Heller, Nationalmuseum, Estocolmo.

La batalla de Pavía, 1525 (ca. 1529), óleo sobre tabla de Rupert Heller, Nationalmuseum, Estocolmo. Foto: Wikimedia Commons.

Desde la Torre del Gallo, el mariscal Fleuranges envía hombres a explorar. Cuando regresan, informan de que las tropas imperiales que se disponían a socorrer a los hombres de Antonio de Leiva, sitiados desde noviembre, han prendido fuego a su campamento y se retiran. Francisco I, alertado en su alojamiento de Borgarello, dispone la persecución para el alba y se retira a sus aposentos. Su confianza en la victoria, que se había resentido un tanto, es ahora absoluta. Los imperiales carecen de dinero, el nervio de la guerra, y han esquilmado la campiña lombarda hasta agotar las provisiones.

Mientras la salamandra duerme en su redil, unas millas al norte, un jinete de barba y cabello rojizos, vestido de brocado y montado a lomos de un caballo tordo, observa cómo sus hombres acometen con gruesos maderos el muro de ladrillo del parque Visconteo de Pavía, que guarnece al ejército galo. Aquel hombre es Fernando Francisco de Ávalos y Cardona, marqués de Pescara, general del emperador, y sus hombres, curtidos infantes españoles de ajado rostro moreno y luengas barbas encanecidas.

Pues el ejército imperial, en lugar de huir como creen los franceses, ha girado al oeste y se dispone a irrumpir en el parque cual furiosa tempestad. Los soldados españoles, alemanes, italianos, borgoñones y albaneses del emperador pasan las horas en la penumbra animándose unos a otros a combatir con coraje y confesándose con los sacerdotes.

Poco antes del alba, cuando ya el cielo comienza a clarear, las huestes del césar Carlos irrumpen en el parque a través de varias brechas. Los capitanes, Pescara, su primo Del Vasto, el duque de Borbón, el virrey Lannoy, Jorge de Frundsberg, el señor Alarcón y Ferrante Castriota, forman los escuadrones. El marqués del Vasto, enfundado en la elegante armadura damasquinada de tonos azules con que unos años después lo retrató Tiziano, lidera el avance sobre el palacio de Mirabello al frente de infantes españoles encamisados y de la caballería ligera.

Mirabello, estratégica posición en el centro del parque, cae al primer embate, mas no está allí, como creían los imperiales, Francisco I de Francia. En el antiguo pabellón de caza de los duques de Milán no quedan sino criados, vivanderos y putas que son desvalijados por la tropa.

El rey francés, alertado de la presencia del enemigo en el parque, se arma a la sazón con un vistoso arnés y moviliza a toda prisa a sus huestes, dispersas por un amplio frente. Consigo tiene a la flor y nata de la caballería pesada, a los alemanes traidores de la Banda Negra, a los aventureros y su avasalladora artillería de campaña. Mientras forman los escuadrones galos, la artillería bate a placer a los imperiales, cuyos cañones se han quedado atrás. El general Frundsberg recorre las filas para insuflar coraje a sus hombres. Al otro lado del arroyo Vernavola, que divide el campo de batalla, Fleuranges avanza resuelto con la infantería suiza al encuentro de los italianos del emperador. Superados ampliamente, estos se baten con valentía, pero pronto acaban desbaratados y en fuga.

El virrey Lannoy, que lleva la mala nueva a Pescara, aconseja atrincherar el ejército en Mirabello para enfrentar con garantías el asalto francés desde ambos frentes. Pescara esboza una sonrisa y exclama: «quitadme allá este embarazo».

De pronto, los rugientes cañones galos enmudecen, y desde las filas imperiales se distingue a Francisco, formidable, que recorre el frente de sus escuadrones de hombres de armas. La salamandra se batirá con el león. El duque de Borbón, Lannoy y el señor Alarcón se colocan al frente se sus caballeros, y unos y otros avanzan primero al trote y después al galope para chocar con estrépito lanza en ristre. Los hombres vuelvan, arrancados de sus monturas, y ruedan por el suelo. Rotas las lanzas, salen a relucir las espadas. La salamandra es una mole que se mueve con una soltura sin igual. Muchos son los que caen bajo sus armas, incluido el incauto Castriota, que lo acomete equipado a la ligera.

mapa batalla de Pavía 1525

Mapa de la acción principal de la batalla de Pavía, 24 de febrero de 1525, del Desperta Ferro Historia Moderna n.º 30: La batalla de Pavía. Pincha para ampliar. © Desperta Ferro Ediciones

La caballería imperial flaquea y empieza a ceder terreno. Pescara, contrariado, vuelve el semblante hacia el capitán Quesada y le ordena que acuda con trescientos arcabuceros en auxilio de los hombres de armas. Dicho y hecho. Cuando la fortuna parece favorecer a los franceses, de súbito reciben las primeras rociadas de plomo. En la confusión y el fragor de la melé, no saben desde dónde, y es que los ágiles arcabuceros españoles irrumpen por doquier, tiran a quemarropa y se zafan cual comadrejas para indignación de los caballeros de sangre azul. Quesada y sus hombres actúan sin contemplaciones. El viejo mariscal de La Palice, desmontado de su cabalgadura, es ejecutado sin ceremonias. En un abrir y cerrar de ojos, la crema de la nobleza gala ha perecido acribillada por villanos de rostro tiznado de pólvora.

Francisco, sobrecogido, ordena que avance la Banda Negra, sus fieles alemanes, aquellos que renegaron del emperador, a los que acaudillan el duque de Suffolk, la Rosa Blanca, el último pretendiente de la casa de York al trono de Inglaterra, y el duque Francisco de Lorena. El escuadrón de infantería española de Pescara los aguarda quedos. Cuando doscientos escopeteros tudescos se adelantan para ofenderlos desde lejos, no se inmutan. Las armas de los alemanes son anticuadas e imprecisas. En cambio, una vez que los hispanos abren fuego, una tormenta de plomo diezma durante quince minutos las filas enemigas. El propio Pescara, seguido de un grupo de hombres a caballo, cierra por un costado con los alemanes. Durante un rato se teme que haya caído, pero entonces emerge de la densa humareda con la coraza abollada. Su fiel corcel Mantuano arrastra las tripas tras de sí, desbarrigado por un tudesco. Con sus últimas fuerzas pone a salvo a su amo.

Cuando el humo se disipa, los españoles contemplan su obra: centenares de alemanes yacen sobre la hierba perfectamente alineados, algunos con hasta seis agujeros de bala en el coselete. La Rosa Blanca y el duque Francisco se cuentan entre ellos.

Ablandado el escuadrón de la Banda Negra, Frundsberg y sus lansquenetes arremeten con picas, alabardas y espadones. No hay cuartel para los que renegaron del emperador, que en su huida arrastran consigo a los hombres de armas y los aventureros. Quesada y sus arcabuceros toman la artillería gala y bloquean la huida de Francisco I.

El favorito del rey, el almirante Bonnivet, consciente de la catástrofe a la que ha contribuido alentando al monarca a desoír los consejos de los capitanes veteranos, no sigue al Valois en su huida. Se alza el visor del almete, aferra su espada y carga en solitario contra los perseguidores, que le dispensan un final glorioso.

Fleuranges y los suizos llegan tarde para invertir el rumbo de la lid. Más aún, han olvidado sus escopetas en el campamento de Torre del Gallo y son diezmados por la arcabucería española y rotos y puestos en fuga por Frundsberg y sus alemanes. Fleuranges queda tendiendo en el campo, herido en la testa por un golpe de alabarda.

Los fugitivos franceses se desbandan despavoridos en todas direcciones. Muchos huyen hacia las llamadas «cinco abadías», al este de Pavía, donde confían ponerse a buen recaudo a través de un puente de barcas sobre el río Tesino. Pero ay, mientras se combate al norte, Antonio de Leiva ha sorprendido las posiciones galas de aquel sector y tiene contra las cuerdas a los italianos de Giovanni de Médicis y a los suizos de Montmorency. El aluvión de fugitivos, perseguidos por alemanes furibundos, arrastra hacia el Tesino a los que aún resisten. Los más raudos logran salvarse, pero las tropas que guardan el puente lo desamarran al acercarse los imperiales, y miles de hombres perecen ahogados en las frías aguas a las que se arrojan presas del pánico.

Al oeste de la ciudad, Francisco I y su guardia tratan de escapar a través de otro puente, ignorantes de que el duque de Alençon ha ordenado ya desatarlo y flota río abajo. De todos modos, la salamandra y su menguante séquito no llegan lejos. El bastardo de Saboya, tío del rey, y Galeazzo Sanseverino, el perfecto cortesano de Baldassare Castiglione, caen protegiendo a su señor. Un tiro de arcabuz derriba al caballo del rey, que queda atrapado bajo el peso del animal y se rinde a tres hombres de armas españoles: el vasco Juan de Urbieta, el gallego Alonso Pita da Veiga y el granadino Diego de Ávila. El Valois es conducido a la presencia de los generales imperiales, a quienes pide que le ahorren la vergüenza de entrar cautivo en la misma ciudad que pretendía tomar. Se aloja primero en una abadía y después será trasladado a la fortaleza de Pizzighettone.

Antes del mediodía de ese 24 de febrero de 1525, Pavía ha sido liberada del cerco francés y el otrora poderoso ejército de Francisco I ha dejado de existir. En Madrid, a la sazón, Carlos V celebra su 25 aniversario.

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